La historia ya lo ha demostrado: el libre comercio ha sido una de las fuerzas más poderosas para sacar a millones de personas de la pobreza, expandir la innovación y garantizar la paz entre naciones. Sin embargo, hoy nos enfrentamos a un retroceso peligroso. La reciente escalada arancelaria impulsada por Estados Unidos, bajo el liderazgo de Donald Trump, no es solo una medida proteccionista más. Es el síntoma de algo más profundo: una guerra comercial entre potencias que amenaza con fracturar el orden económico global.
Una guerra de egos, no de ideas
Algunos defienden esta política como una “jugada maestra” de Trump. Pero los hechos muestran otra cosa. Negociar con aranceles y amenazas no es negociar: es imponer. Y cuando la imposición va dirigida a una potencia milenaria, nacionalista y orgullosa como China, el efecto es exactamente el contrario: en lugar de diálogo, obtendremos endurecimiento.
Trump parece olvidar que China ya no es la fábrica sumisa de hace 50 años. Hoy es la segunda economía del mundo, con reservas, infraestructura y capacidad de planificación centralizada que le permite aguantar recesiones, quiebras o despidos sin consecuencias políticas internas. Mientras tanto, en Estados Unidos —como en toda democracia liberal— el presidente debe enfrentar elecciones, opinión pública y presión de los grupos de interés. Eso cambia las reglas del juego.
Las consecuencias: todos perdemos
Aunque parezca una disputa bilateral, esta guerra afecta a todos. Vivimos en un mundo interdependiente, con cadenas de suministro globales, tecnologías compartidas y bienes que dependen de piezas fabricadas en distintos continentes. Romper ese equilibrio significa desacelerar el desarrollo humano en su conjunto.
- Se frena la innovación tecnológica (IA, neurochips, coches autónomos, energía verde).
- Se multiplican los costos y se genera inflación estructural.
- Se pierde inversión extranjera directa.
- Se debilita la cooperación científica global.
- Se crean zonas económicas rivales, fragmentadas, menos eficientes y más autoritarias.
Y mientras las grandes potencias juegan a ver quién resiste más, los países como Argentina —aún con su potencial natural y humano— quedan atrapados en una tormenta que no controlan, pero sí sufren.
¿Y nosotros?
Para un país como el nuestro, que comienza a transitar un camino de reconstrucción liberal tras décadas de estatismo empobrecedor, el libre comercio no es una opción ideológica: es una necesidad vital. Necesitamos mercados abiertos, reglas claras, seguridad jurídica y estabilidad macroeconómica. Cualquier parálisis del comercio mundial reduce la demanda global de nuestros productos, encarece importaciones y frena las inversiones que tanto necesitamos.
Lo mismo ocurre en Europa. La Unión Europea se juega su autonomía estratégica: o se convierte en un actor con músculo propio, capaz de liderar el desarrollo tecnológico y energético con apertura comercial, o corre el riesgo de ser arrastrada por el conflicto entre titanes.
El futuro exige responsabilidad, no revancha
La historia económica enseña que el proteccionismo no construye grandeza: la empobrece. La libertad de comerciar, cooperar y competir ha sido el motor de progreso de la humanidad. Reemplazarla por aranceles, amenazas y castigos no nos hará más seguros. Nos hará más pobres.
Hoy, más que nunca, necesitamos líderes que entiendan que el comercio es una forma de civilización, no una guerra de trincheras. Que el progreso no surge del miedo, sino de la libertad. Y que la verdadera fortaleza de una nación no está en su capacidad de imponer, sino en su capacidad de atraer, inspirar y construir puentes.