En el escenario actual, la guerra comercial entre Estados Unidos y China no es una novedad. Lo que sí sorprende —o debería preocuparnos— es la idea, sostenida por algunos, de que bastaba con que Trump impusiera aranceles para que China “corra a negociar”, baje sus impuestos a cero y todos volvamos a un mundo de libre comercio y felicidad global.
Esa lectura, con todo respeto, demuestra un desconocimiento profundo de cómo funciona la política internacional, especialmente cuando uno de los actores no responde a los valores ni a la dinámica de las democracias liberales.
China no es ingenua. Y Trump tampoco.
Trump no es tonto ni improvisado. Es un negociador agresivo, que trata la política exterior como una negociación inmobiliaria: presión, caos, desgaste… y luego, supuestamente, concesiones. Pero lo que funciona en Manhattan no necesariamente funciona en Pekín. Porque China no responde a provocaciones emocionales, ni negocia desde el corto plazo: su poder es milenario, su paciencia infinita y su orgullo, intocable.
Por eso, pensar que iba a ceder ante aranceles es subestimar su naturaleza política y cultural. Más aún cuando esas amenazas vienen de un país que ya la sanciona tecnológicamente, la bloquea en foros internacionales y busca desacoplar su economía global.
Entonces, ¿qué busca realmente Trump?
No busca el libre comercio. Busca ventaja estratégica.
- Desacoplar a EE.UU. de China: traer de vuelta industrias, reducir dependencia tecnológica.
- Redibujar el orden comercial mundial: menos OMC, menos reglas multilaterales, más acuerdos bilaterales con ventaja americana.
- Mostrar fuerza ante su electorado: obreros industriales, agricultores, nacionalistas económicos.
- Aplicar el “comercio justo” a su manera: si vos no jugás limpio, yo tampoco.
Es una visión pragmática, pero profundamente proteccionista. Y eso pone en riesgo las bases del progreso global: la apertura, la cooperación, la división internacional del trabajo.
¿Y ahora qué? La pelota está en la cancha de China
Trump ya jugó. Impuso aranceles, presionó aliados y tensó el tablero global. Ahora es el turno de China. Y todo indica que su respuesta será firme y estratégica:
- Aranceles de respuesta a EE.UU.
- Restricciones a exportaciones clave (como tierras raras).
- Incentivos para comerciar en yuanes
- Consolidación de alianzas con países que no se alineen con Washington.
Porque China no olvida agravios, y no acepta negociar bajo amenazas.
¿Y Argentina?
Desde el sur del mundo, observamos todo esto con preocupación. Como argentina, veo con admiración el intento de Milei de reconstruir el país sobre bases liberales. Pero también me preocupa que una alineación excesiva y simbólica con Trump pueda ponernos en una posición incómoda con China, nuestro segundo socio comercial, y uno de los pocos que no nos impone condiciones ideológicas.
El comercio internacional no se basa en simpatías políticas, sino en intereses mutuos. Por eso, la diplomacia prudente y la neutralidad estratégica no son debilidad, sino herramientas de supervivencia para países intermedios como el nuestro.
Pensar que China iba a ceder ante aranceles es una ilusión peligrosa. Trump no busca un mundo más libre, sino un mundo donde él gane. Y China no está dispuesta a dejarse doblegar. En el medio, nosotros —los ciudadanos, los países más pequeños, las empresas innovadoras— somos los que podemos terminar pagando los platos rotos de esta nueva guerra comercial.
Es momento de que nuestros líderes entiendan que el verdadero poder no está en gritar más fuerte, sino en saber construir acuerdos desde la libertad, la diplomacia y la razón.