Introducción
El originalismo, que durante décadas fue la opción interpretativa preferida por la derecha constitucional en los Estados Unidos, está comenzando a perder su atractivo en ciertos sectores conservadores. No cabe duda que sigue siendo la doctrina dominante en la Corte Suprema con jueces como Clarence Thomas, Samuel Alito, Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett, pero algunos sectores de la derecha han empezado a cuestionar su idoneidad como herramienta jurídica para la agenda conservadora.
En ese mismo sentido, la reciente designación de un juez confeso originalista en la Corte Suprema de Argentina, quien además ejerció como decano en una universidad vinculada al Opus Dei, generó un intenso debate tanto en sectores progresistas como en ciertos círculos conservadores. Progresistas y conservadores vieron en su nombramiento una señal de que el catolicismo podría ganar protagonismo en la jurisprudencia argentina. Verdaderamente esta lectura resulta apresurada y, en muchos aspectos, errónea.
El originalismo, como escuela de interpretación constitucional, se revela como una postura de estricta adhesión al significado original de los textos normativos en el momento de su promulgación. El núcleo de la idea es que los jueces no deben hacer otra cosa que aplicar la ley conforme a su sentido original. Por ello, en esencia, impone una autocontención intelectual que restringe el derecho a un ejercicio de arqueología normativa en lugar de un proceso de construcción jurídica. Esta actitud de encierro en el pasado tiene consecuencias profundas tanto para la teoría jurídica como para la práctica judicial, habida cuenta que su tarea es la de garantizar que el derecho se aplique tal como fue concebido en su origen, sin desviaciones ni adaptaciones.
El efecto inmediato de esta postura es que el originalismo no es ni conservador ni progresista en sí mismo, sino oficialista. Se ajusta mecánicamente a la norma vigente en el momento de su aplicación, sin importar la dirección ideológica que esta pueda tener. En una época en que los valores dominantes sean progresistas, el originalismo conducirá a resultados progresistas; en un contexto conservador, hará lo mismo en sentido contrario.
Desde el originalismo, la autoridad jurídica no reside en los jueces, sino en el texto normativo y en su significado histórico. La interpretación judicial se reduce a una función de ejecución mecánica, eliminando cualquier margen de creatividad o adecuación al contexto. En este sentido, el originalismo es más un mecanismo de control sobre el poder judicial que una teoría sobre cómo se debe interpretar el derecho.
Una fama mal ganada
No cabe duda que esta senda nos invita a un viaje de exploración profunda, casi arqueológica, donde cada palabra y cada expresión de los redactores son como fragmentos de una guía, una suerte de manual ético y legal que nos muestra cómo debía llevarse a cabo la interpretación judicial desde su concepción misma. En esa búsqueda, el originalismo no solo plantea una metodología, sino también una filosofía de reverencia y respeto hacia quienes sentaron las bases de nuestro sistema, recordándonos que, en su visión, la Constitución es algo más que un texto legal: es un pacto social y un legado que exige ser honrado.
En ese estado de cosas no escapa a ningún espectador atento a la realidad que, en los últimos años, el originalismo ha emergido como un faro incandescente en la teoría constitucional, proyectando una luz que no se ha debilitado con el paso del tiempo. Al contrario, su brillo ha ganado intensidad, iluminando debates y transformando perspectivas. En el ámbito estadounidense, su eco se ha hecho sentir con fuerza, resonando en aulas académicas, en los pasillos de los tribunales y en las conciencias de quienes buscan comprender y aplicar la Constitución de manera fiel a su esencia.
Ahora bien, hace más de tres décadas, el originalismo comenzó a desvincularse de la mera intención subjetiva de los redactores. Exactamente, los juristas originalistas percibieron que basarse únicamente en la intención de unos pocos no resultaba suficiente para capturar la riqueza y profundidad del texto constitucional. Así, en lugar de perseguir la intención original en un sentido literal, se propusieron recuperar el significado público que cada disposición constitucional tenía en el momento en que fue redactada y ratificada.
En este sentido, el problema subyacente en la teoría originalista no es un problema de conocimiento, sino un dilema conceptual. Los originalistas del significado público afirman tener “pruebas” —documentos históricos, contextos lingüísticos— que respaldan sus interpretaciones y les otorgan validez histórica. Sin embargo, el rigor de la verdad nos obliga a reconocer que no existe un “hecho superior” que unifique y legitime un único significado público original más allá de los mínimos y no controvertidos. Aquello que se presenta como objetividad, en realidad, está teñido de interpretación, de elección sobre qué fuentes privilegiar y de las propias limitaciones de reconstruir un significado enraizado en un pasado irrepetible.
Así, lo que el originalismo pretende presentar como una ciencia precisa de la interpretación constitucional enfrenta, en el fondo, una paradoja: al buscar una verdad inmutable en un texto histórico, se enfrenta a la naturaleza fluida del lenguaje y del pensamiento humano. De hecho, la noción de que el significado de la Constitución puede reducirse a un conjunto cerrado de interpretaciones “verdaderas” se revela, en última instancia, como una construcción. En consecuencia, la teoría originalista se encuentra atrapada en un juego de sombras, intentando capturar algo que, por definición, escapa a una única comprensión definitiva.
La Constitución puede ser una guía del pasado, pero también es un marco para el futuro. Y en ese espacio entre lo que fue y lo que está por venir, los juristas deben navegar con sabiduría, sin perder de vista que a veces, las certezas absolutas son solo espejismos en el horizonte de lo jurídico. Ya que, en efecto, cuando se trata de interpretar la Constitución de manera similar a cómo interpretamos una conversación cotidiana, nos encontramos con dificultades, toda vez que no existe un terreno común interpretativo claro, por cuanto las expectativas y los contextos pueden variar ampliamente entre los distintos autores y el público que recibe e interpreta el texto constitucional.
La incompatibilidad del originalismo con el constitucionalismo católico
Cabe poner de manifiesto una confusión habitual entre las creencias personales de un juez y su método de interpretación jurídica. El caso del juez García Mansilla, a quien se le atribuye un pensamiento influenciado por el catolicismo jurídico debido a su vinculación con una universidad confesional, ilustra cómo la opinión pública a menudo extrapola la pertenencia a ciertos ámbitos religiosos a la esfera estrictamente jurídica.
El originalismo textualista, corriente que el flamante juez adscribe para sí, es una manifestación clara del positivismo jurídico. En ese sentido, cabe señalar que en la tradición anglosajona, este método ha sido sostenido por jueces que, a pesar de su fe católica, separan tajantemente sus creencias religiosas de su labor judicial. Ejemplos paradigmáticos en la Corte Suprema de los Estados Unidos (SCOTUS) han sido Antonin Scalia, Clarence Thomas y, en cierto sentido, Amy Coney Barrett. Ya que, efectivamente, a pesar de su adscripción al catolicismo, su compromiso con la interpretación originalista los aleja de cualquier concepción iusnaturalista del derecho.
Al respecto, cabe señalar que, si bien es cierto que en algunos contextos el derecho natural ha inspirado posturas conservadoras en materia de bioética y derechos fundamentales, no puede afirmarse que un jurista que se define como originalista y textualista esté condicionado por el iusnaturalismo. Todo lo contrario, esa mirada resulta congruente con una concepción estrictamente positivista del derecho, donde la voluntad del legislador o del constituyente es la En ese sentido, el hecho de que un juez sea católico o haya estado vinculado a una institución confesional no implica que su pensamiento jurídico esté determinado por el catolicismo. La adscripción al originalismo textualista lo coloca en una tradición opuesta al derecho naturalista, toda vez que los originalistas fijan la voluntad de los “Padres Fundadores” o el sentido público de la norma en la época en que fue promulgada.
En sentido opuesto, el constitucionalismo católico se refiere a la visión de la Iglesia católica sobre el orden constitucional, la relación entre la ley civil y la ley moral, y la interacción ideal entre el poder estatal y los principios de la fe católica. Su mirada a fin de comprender el derecho y el Estado resulta integrada por principios morales como la ley natural, la dignidad humana y el bien común.
Tradicionalmente, la teología católica afirmaba que el ideal político era un estado confesional católico, en el cual la autoridad civil respaldara exclusivamente a la verdadera fe. Según esta visión anterior al Concilio Vaticano II, “el catolicismo debe ser la única religión permitida por el Estado”, dado que permitir la difusión pública del error religioso menoscabaría la primacía de la verdad revelada. De alguna manera esta concepción tenía perfecta cabida en la máxima “el error no tiene derechos”, implicando que quienes profesaban credos falsos carecían de un derecho a difundirlos públicamente.
Esta postura tradicional se enfrentó modelos políticos como el estadounidense, donde la separación Iglesia-Estado y la libertad religiosa estaban consagradas constitucionalmente. De hecho, el experimento pluralista consagrado en la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense fue un factor crucial en moldear la actitud de la Iglesia hacia la libertad religiosa desde fines del siglo XIX.
La propia praxis constitucional de un Estado laico y plural sirvió de estímulo para que la Iglesia reflexionara sobre sus enseñanzas en materia de derechos religiosos. A tal punto que en el Concilio Vaticano II (1962-1965) y tras décadas de discusión interna, la Iglesia realizó un aggiornamento de su doctrina político jurídica. Fue así que en 1965 se promulgó la declaración Dignitatis Humanae. Precisamente en esa proclama, la Iglesia reconoció explícitamente por primera vez el derecho a la libertad religiosa de toda persona, sin coacción por parte del Estado. Esta afirmación implicó repudiar la antigua idea de que el error carece de derechos. De hecho, Dignitatis Humanae representó un volantazo de principio (volte-face), pues pasó a declarar un derecho donde antes se veía un peligroso error. En el mismo período histórico, junto con este reconocimiento de la libertad de conciencia, el constitucionalismo católico aggiornado reafirmó la importancia de la autonomía mutua entre la Iglesia y la autoridad civil. En la constitución pastoral Gaudium et Spes (1965), el Concilio enseñó que “la comunidad política y la Iglesia son, en sus propios campos, mutuamente independientes y autónomas”, y que ambas deben cooperar para servir al desarrollo integral del mismo ser humano.
El Originalismo y su visión de la Constitución
En ese sentido, frente a esta visión dinámica y moral del derecho, el originalismo plantea una aproximación marcadamente opuesta en la interpretación de la Constitución. Bajo su égida, cualquier desarrollo social o moral posterior debe canalizarse mediante enmiendas formales al texto, no mediante reinterpretaciones judiciales creativas que actualicen su sentido.
Ahora bien, cabe señalar que existen dos vertientes principales dentro del originalismo: una centrada en la intención original (lo que los autores específicos del texto constitucional pretendían lograr con cada disposición) y otra enfocada en el significado original o significado público (cómo habrían entendido esas palabras los ciudadanos cultos de la época en que se promulgó). Más allá de sus diferencias, ambas posiciones comparten la premisa de que el significado se congeló en el tiempo. Así, por ejemplo, para un originalista, un término constitucional como “libertad” o “igualdad” no admite interpretaciones que se aparten de lo que esa palabra denotaba en el siglo XVIII o XIX (según el caso), por más que la comprensión social de dichos conceptos haya cambiado con el tiempo.
Como subyace, la metodología originalista conlleva una notable rigidez hermenéutica. Ante un problema constitucional contemporáneo, el intérprete originalista acudirá a investigar documentos históricos con el propósito de esclarecer qué significado concreto tenía el texto relevante al ser adoptado, y aplicará ese significado literalmente. En términos tajantes, cualquier interpretación evolutiva es considerada una usurpación judicial, porque atribuiría al texto significados que sus autores originales no contemplaron.
Con toda seguridad, cabe afirmar que en la filosofía originalista subyace a menudo un cierto positivismo jurídico: la Constitución vale por la autoridad de sus autores y su texto, no por consideraciones de justicia moral extrínsecas.
Todo lo opuesto es el constitucionalismo católico, especialmente a partir del Vaticano II, donde adopta una perspectiva abierta a la evolución doctrinal. La Iglesia reconoce que su comprensión de la verdad puede profundizarse con el tiempo y que la aplicación de los principios morales a la vida social puede requerir aggiornamento. De hecho, Dignitatis Humanae indica que el Concilio Vaticano II, al revisar la tradición, “saca a la luz cosas nuevas, de acuerdo siempre con las antiguas”, explicitando así un desarrollo orgánico de la doctrina (no una ruptura, pero sí un crecimiento).
En el mismo sendero, la ley judía ofrece una perspectiva similar. Dentro de la tradición halájica, el principio de emet (verdad) y de tzedek (justicia) son considerados absolutos, y cualquier norma debe conformarse a estos principios. Sin embargo, la Halajá (el cuerpo legal del judaísimo) reconoce que, aunque los principios subyacentes son inmutables, su aplicación puede adaptarse al contexto, siempre y cuando esta adaptación no vulnere la esencia del mandato ético.
Desde la perspectiva halájica, una norma que en su momento fue válida puede, con el tiempo, ser reinterpretada en función de su armonía con los principios inmutables de la ley judía. Por ejemplo, los temas relacionados con el trato a los animales, el medio ambiente o el bienestar comunitario se han interpretado en función de nuevas sensibilidades éticas, pero siempre con la base de principios objetivos y absolutos. Así, la Halajá podría aceptar la inconstitucionalidad sobreviniente si se demostrara que una norma, en su aplicación, contradice principios fundamentales de justicia, misericordia o dignidad humana, elementos esenciales de la ley judía. Precisamente este ajuste no se realizaría en función de una ética cambiante, sino en armonía con los principios eternos que la ley contempla.
Por el contrario, el originalismo rechaza la idea de evolución interpretativa de la Constitución. Asume que el significado del texto es estático y quedó cristalizado en el momento de su adopción. En rigor de verdad, los originalistas desconfían de cualquier interpretación dinámica (a la que tildan de “constitución viviente”) precisamente porque introduce cambios en el entendimiento constitucional sin un cambio formal de texto.
En ese orden de ideas, puede abrevarse que el rumbo halájico y el catolicismo constitucional ofrecen perspectivas que superan ampliamente incluso al “nuevo originalismo”, ya que se intenta ir más allá de la interpretación textual estricta al incorporar cánones sustantivos o interpretaciones contextuales. Evidentemente el originalismo sigue siendo limitado frente a la profundidad ética y la flexibilidad de adaptación que ofrecen tanto la Halajá como el nuevo derecho natural.
En particular el derecho judío permite que la ley responda a nuevas realidades y dilemas éticos sin perder su integridad, recurriendo a una interpretación dinámica que mantiene la coherencia con sus fundamentos. En lugar de limitarse a las intenciones específicas de los redactores o a un contexto histórico fijo, como podría hacer el originalismo, en la Halajá evalúa cada situación a la luz de principios universales. Así, el enfoque halájico ofrece una estructura interpretativa donde las adaptaciones a nuevas realidades no se perciben como alteraciones subjetivas de la norma, sino como una reafirmación continua de sus principios esenciales.
El catolicismo constitucional, o si se quiere el nuevo derecho natural, tampoco hace culto de de la intención y el contexto de los redactores de la ley, por cuanto sostiene que el derecho debe orientarse hacia la realización de bienes humanos básicos y, en última instancia, hacia el florecimiento humano. Esa mirada comprensiva permite interpretar la norma no solo en su contexto original, sino a través de un marco ético universal que puede responder a los cambios sociales sin que ello implique una interpretación subjetiva o inestable. A través de estos principios, el nuevo derecho natural ofrece una guía estable y coherente para interpretar las normas, lo que permite adaptar el derecho a las nuevas concepciones éticas sin comprometer su coherencia interna ni su orientación hacia el bien humano.
El Originalismo renuncia a preguntarse por el sentido del derecho y de la naturaleza de las cosas.
Nada nuevo digo si hago notar que la naturaleza de las cosas y la existencia de un orden sustancial han sido objeto de reflexión desde la antigüedad, con pensadores como Aristóteles y Cicerón reconociendo que las leyes humanas deben estar en armonía con principios más profundos y universales. En ese sentido, la idea de la naturaleza de las cosas implica que existe una realidad objetiva, independiente de las construcciones humanas, que tiene sus propias reglas y dinámicas.
Sin embargo, el enfoque originalista presenta dificultades para reconocer la existencia de un orden sustancial más allá del texto de la ley. El originalismo, especialmente en su versión más positivista, tiende a limitarse a la interpretación de la norma en función de su significado original en el momento de su promulgación y por eso descuida la dimensión moral que debe informar la interpretación jurídica
En eses sentido, uno de los desafíos más significativos del originalismo es su tendencia a renunciar al control sustancial de las leyes. Todo aquello que pueda tener un matiz de subjetividad es visto con desdén por el originalismo, ya que busca actuar sobre bases predecibles que no dejen espacio a la discrecionalidad. Un ejemplo ilustrativo se encuentra en la interpretación del término “persona” en la Constitución. Un originalista podría limitar su interpretación al entendimiento que se tenía en el siglo XIX, sin considerar avances en la biotecnología o los derechos de los embriones. Esto podría llevar a soluciones injustas o inadecuadas en casos relacionados con la bioética y los derechos reproductivos.
Desde esta perspectiva, un juez originalista bien podría adoptar una postura neutral y dejar la resolución de problemas complejos a la voluntad del legislador, incluso si esto implica permitir prácticas controvertidas como la comercialización o destrucción de embriones. Sin embargo, resulta manifiesta la necesidad de que los operadores de la Constitución no se limiten a un análisis semiótico, sino que integren un profundo sentido de justicia y los principios subyacentes del derecho.
En efecto, se advierte que la postura originalista en el contexto de la interpretación constitucional tiende a mantener una neutralidad judicial ante temas éticamente complejos, optando por dejar la resolución de estos a los legisladores. Como ya vimos, esto responde a una visión en la que el juez debe ceñirse al texto de la ley tal como fue comprendido en el momento de su redacción, sin extenderse a interpretar principios éticos o morales no explícitos en el texto constitucional. Por ejemplo, en el caso de temas como la comercialización o destrucción de embriones, un juez originalista podría considerar que la Constitución, en su redacción original, no prevé explícitamente una regulación sobre estos temas, permitiendo así prácticas que podrían considerarse controversiales, en tanto no estén expresamente prohibidas por la ley.
En ese orden de ideas, bastaría ver cuan equivocado está el originalismo si se advierte cómo trataría el tema un tribunal rabínico. Aunque en los textos halájicos por razones obvias no está contemplada literalmente la cuestión de los embriones, la tradición rabínica tiene una larga historia de interpretaciones que buscan aplicar los principios éticos y religiosos subyacentes a contextos nuevos. Así, un tribunal rabínico examinaría el tema mediante el análisis de principios como la kedushat hachayim (santidad de la vida) y el mandato de pikuach nefesh (salvaguarda de la vida). Además, consideraría el deber de procreación (mitzvá de “pru urvu”) y las prohibiciones de daño y desperdicio. Y, así las cosas, en lugar de limitarse a una postura neutral, un tribunal rabínico probablemente ofrecería una respuesta que refleje un balance entre el respeto por la vida, la dignidad humana y las intenciones divinas en la creación. Particularmente la Halajá permitiría interpretaciones cuidadosas en las que los embriones podrían ser utilizados para tratamientos médicos bajo ciertas condiciones (como si existe un beneficio para la vida humana), pero no apoyaría prácticas como la comercialización de embriones. Como subyace, la posición rabínica, respondería a una ética que integraría principios inmutables pero que, a diferencia del originalismo, no se limitaría a una interpretación textual estricta, sino que adapta principios antiguos a nuevas realidades sin perder de vista el ideal de justicia y moralidad.
En ese sentido, va de suyo que un tribunal rabínico no consideraría su interpretación como una “impronta subjetiva” en el mismo sentido en que el originalismo denunciaría una interpretación judicial expansiva de la Constitución. La razón principal es que, en la ley judía, la interpretación rabínica no se basa solo en el análisis literal del texto, sino en una tradición hermenéutica y un marco ético-religioso que consideran principios más amplios y fuentes adicionales. A diferencia de un juez originalista, que se vería limitado por la intención textual y el contexto histórico de los redactores constitucionales, los rabinos actúan en un sistema legal que históricamente ha desarrollado herramientas interpretativas para adaptar la ley a nuevas circunstancias. La Halajá (ley judía) no solo admite, sino que fomenta el análisis de textos desde una perspectiva ética y basada en valores subyacentes como la santidad de la vida y la justicia, los cuales forman un contexto moral que guía el juicio.
Eso no significa que todos los rabinos piensen lo mismo sobre una cuestión. Porque, en efecto, aunque puedan diferir en su aplicación de estos principios según la escuela o el contexto específico, su objetivo es alinear sus decisiones con valores consistentes y ancestrales. Así, aunque la interpretación puede parecer flexible en comparación con la rigidez del originalismo, no se percibe como una desviación subjetiva, sino como un esfuerzo por mantenerse fiel a los principios morales y legales fundamentales en una tradición viva.
Curiosamente el originalismo, en cambio, rechazaría esta flexibilidad, considerando que introduce interpretaciones ajenas al texto, mientras que el tribunal rabínico vería esta adaptabilidad como una fortaleza que le permite responder éticamente a problemas contemporáneos, anclado en valores históricos.
En efecto, el conocimiento de principios subyacentes no necesariamente implica una habilitación para la discrecionalidad interpretativa en su sentido amplio. Antes bien, reconocer estos principios puede, de hecho, establecer límites a la discrecionalidad, orientándola dentro de un marco normativo y ético que no depende únicamente de la voluntad o percepción individual del intérprete. Sucede que, en rigor de verdad, en la interpretación jurídica, los principios subyacentes funcionan como guías que no solo restringen la interpretación libre y espontánea, sino que también crean un contexto compartido que debe respetarse. De hecho, estos principios proporcionan coherencia y continuidad, evitando que la interpretación dependa exclusivamente de preferencias subjetivas.
Por ejemplo, en el caso de la Halajá, el uso de principios como la santidad de la vida o la dignidad humana no habilita a los rabinos para decidir arbitrariamente, sino que los obliga a evaluar las situaciones a la luz de conceptos éticos aceptados y profundamente enraizados en la tradición. Esto significa que, aunque no haya disposiciones específicas para cada nuevo escenario, la aplicación de principios no se traduce en una discrecionalidad, sino en una interpretación mediada por valores compartidos que restringen la posibilidad de decisiones contradictorias o arbitrarias.
Comparado con el originalismo, donde se teme que los principios extratextuales puedan permitir interpretaciones expansivas y subjetivas, en un sistema basado en principios subyacentes, la discrecionalidad interpretativa se entiende más bien como una responsabilidad de aplicar esos principios a casos concretos de manera que reflejen la intención moral y normativa de la tradición. En este sentido, el conocimiento y uso de principios subyacentes es una herramienta de cohesión y no un simple recurso para la subjetividad.
La verdadera diferencia entre la discrecionalidad y la aplicación de principios radica, entonces, en la intención y en el marco de referencia del intérprete. Mientras la discrecionalidad sin restricciones podría abrir la puerta a decisiones caprichosas, la interpretación guiada por principios subyacentes actúa como un ancla que permite una cierta flexibilidad, pero siempre dentro de límites éticos y normativos que aseguran una coherencia con el espíritu de la ley o de la tradición jurídica en cuestión.
Para un ejemplo concreto, consideremos la tecnología médica moderna y el tratamiento de embriones humanos. En la Torá y el Talmud, no encontramos referencias directas a estos temas, simplemente porque el contexto en que se escribieron era muy diferente. Sin embargo, los principios de kedushat hachayim (santidad de la vida), tzelem Elokim (imagen de Dios) en cada ser humano y el mandato de pikuach nefesh (salvaguarda de la vida) proporcionan una base sólida para nuestro análisis. Estos principios nos guían hacia un entendimiento profundo del valor de la vida y de los límites éticos que debemos respetar, y nos permiten evaluar cada caso sin desvincularnos del marco de la Halajá.
En conclusión, la comprensión de la naturaleza de las cosas y el reconocimiento de un orden sustancial son elementos clave para la creación de un marco legislativo que sea justo y duradero. El legislador positivo debe actuar con la conciencia de que, más allá de las necesidades prácticas y coyunturales, existe un conjunto de verdades que no pueden ser ignoradas sin consecuencias. La armonización de las leyes humanas con el orden natural es, por tanto, un requisito esencial para garantizar el bienestar y la justicia en cualquier sociedad.
En efecto, si el originalismo no puede dar una respuesta satisfactoria para abordar la cuestión de la destrucción de la vida humana, está a la vista que tampoco puede ser una buena herramienta interpretativa y resolutiva. Verdaderamente no demanda la situación de un reconocimiento explícito de la individualidad biológica del embrión humano, a fin de darle una protección que el texto constitucional no le dispensa expresamente. Efectivamente, el embrión posee una individualidad biológica que lo define como un ser humano en desarrollo, con una continuidad en su proceso de desarrollo que lo distingue como una entidad completamente humana, aunque en una etapa temprana.
Con toda seguridad, este argumento de individualidad biológica proporciona una base suficiente para defender la dignidad y el valor inherente del embrión, ya que, bajo esta visión, el embrión no es una simple masa de células o un “prehumano”, sino un individuo humano con una identidad única. Sucede que, en rigor de verdad, desde una interpretación originalista de la Constitución, el problema de la destrucción de embriones puede ser complicado debido a que la Constitución original no contempla explícitamente la existencia ni la protección de los embriones, ya que en la época de su redacción no existía un conocimiento claro ni un debate ético sobre la fecundación asistida y la crioconservación de embriones. La interpretación estricta de la Constitución según su sentido original probablemente no reconocerá al embrión como sujeto de derechos explícitos, ya que esta perspectiva se enfoca en las intenciones y el contexto de los redactores en su momento. Un originalista podría argumentar que cualquier protección o regulación de los embriones debe ser una cuestión legislativa actual, no constitucional, dejando que el legislador decida el estatus y la protección de los embriones en función de los valores sociales y científicos contemporáneos.
Por tanto, uno de los desafíos más significativos que presenta la postura originalista es su tendencia a renunciar al control sustancial de las leyes. Todo aquello que pueda tener un matiz de subjetividad es visto con desdén por el originalismo, ya que este busca actuar siempre sobre bases predecibles que no dejen espacio a la discrecionalidad.
El problema de la vida humana fuera del seno materno. Cómo resolvería un originalista.
El reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina en el caso “P., A. y otros s/autorización” (20 de agosto de 2024) ha generado un intenso debate ético y legal sobre la crioconservación y el descarte de embriones humanos. La sentencia de la Corte dejó firme una decisión de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, que permitió el descarte de tres embriones crioconservados a pedido de sus progenitores.
A todas luces la situación comentada pone de relieve la dificultad de abordar jurídicamente cuestiones bioéticas complejas en ausencia de una legislación específica y ha generado críticas en cuanto a la interpretación constitucional adoptada. Bien podría argumentarse que en el caso del fallo sobre los embriones crioconservados, la postura de la Corte reflejaría esta tendencia originalista, habida cuenta de que la sentencia se limitó a desestimar el recurso del Ministerio Público Fiscal argumentando que no había “caso o controversia” que habilitara su intervención. Es que, en efecto, al decidir que el Fiscal no tenía facultades para representar los intereses de los embriones, la Corte adoptó una postura de no intervención en el fondo de la cuestión, evitando pronunciarse sobre el estatus y la protección jurídica de los embriones congelados.
Ciertamente, el enfoque originalista enfrenta limitaciones cuando se enfrenta a dilemas éticos que no existían en el momento en que la Constitución fue redactada. En el siglo XIX, cuando se elaboraban muchas de las constituciones modernas, las técnicas de reproducción asistida y la crioconservación de embriones eran inimaginables. Por lo tanto, es difícil que el texto constitucional original contemple de manera explícita el estatus y los derechos de los embriones no implantados. En este contexto, se insiste respecto de que un juez originalista podría interpretar que el embrión no tiene derechos constitucionales explícitos, pues no se le demostró como una “persona” en el momento de la redacción constitucional. De hecho este razonamiento está presente en el fallo de la Corte argentina, ya que la Defensora General de la Nación desistió del recurso al considerar que los embriones “no revisten el carácter de persona”, una posición que evita ampliar la interpretación del concepto de “persona” para incluir a los embriones en desarrollo. La sentencia se alinearía con el originalismo, ya que los redactores originales de la Constitución no pudieron prever las tecnologías de fertilización in vitro y crioconservación, y, por lo tanto, no asignaron derechos específicos a los embriones en ese contexto.
Va de suyo que esta interpretación originalista también tiene consecuencias éticas significativas. Al no considerar a los embriones como sujetos de derechos, el sistema judicial les niega el acceso a la justicia, dejándolos en una posición de indefensión. Esto crea una situación en la que, los embriones quedan cosificados, reducidos a objetos contractuales entre la clínica y los progenitores. No tengo la menor duda de que esta visión contrasta con el principio de dignidad humana y la idea de que los embriones, como formas de vida en desarrollo, merecen algún grado de protección jurídica.
Es así que, frente a las limitaciones del originalismo, el constitucionalismo orientado al bien común ofrece una interpretación alternativa que busca adaptar la Constitución a los valores y desafíos actuales, promoviendo el bienestar colectivo y la protección de la dignidad humana. Ciertamente el constitucionalismo del bien común permitiría que la Corte adopte una postura activa en la defensa de los embriones, interpretando que el derecho a la vida y la dignidad humana se extiende a todas las etapas de la vida. En lugar de dejar sin protección a los embriones por considerar que la Constitución original no les otorga derechos específicos, este enfoque promovería una interpretación de los derechos humanos que incluye la protección de la vida humana desde sus primeras etapas. Va de suyo que esto no significa que los embriones deban ser tratados con los mismos derechos que una persona nacida, pero sí implica que deben recibir una consideración especial y no ser tratados como simples objetos de un contrato.
En ese sentido, nuevamente vemos con el ejemplo traído a colación respecto de la necesidad de que los operadores de la constitución no actúen como semióticos, sino que tengan un profundo sentimiento del sentido de las instituciones jurídicas. Rigurosamente la jurisprudencia descalifica como arbitraria e inconstitucional las decisiones que evidencian “una solución notoriamente injusta del caso” como lo sería cualquier decisión judicial que desconociera la sustancialidad de los derechos humanos (CSJN, Fallos, 270:289; 302:1284; 305:1825; 313:1113; 315:1492; 316:479; en contra: Fallos: 315:1943).
En el contexto del control de constitucionalidad, es fundamental reconocer que este no se limita únicamente a la evaluación de aspectos procedimentales, sino que también implica un control de racionalidad. La garantía del debido proceso no solo se entiende en términos procesales, sino también sustanciales. Efectivamente, el control de racionalidad en el control de constitucionalidad es esencial para proteger los derechos individuales y la justicia en un sistema legal por cuanto permite que las leyes y actos gubernamentales que carecen de una justificación razonable sean anulados, evitando así la violación de derechos fundamentales.
Añadido a lo anterior, cabe recordar que el recién promulgado Código Civil y Comercial (CCC) de la Nación Argentina, al consagrar en su artículo 3 que los jueces deben resolver los casos sometidos a su jurisdicción mediante decisiones debidamente argumentadas, subraya la importancia de un derecho fundamentado y razonado. Este principio, lejos de ser una mera formalidad, exige de los jueces una explicación detallada y coherente de las razones que los llevan a adoptar una determinada postura en cada caso. No se trata simplemente de aplicar mecánicamente la ley, sino de justificar cada decisión a la luz de los principios de racionalidad, justicia y equidad.
La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha reforzado este criterio al delimitar el control de constitucionalidad sobre lo que es “irracional, inicuo o arbitrario” (CSJN Fallos 340:1480), señalando que los actos normativos o las decisiones judiciales que carezcan de una justificación racional adecuada pueden ser declarados inconstitucionales. Asimismo, se ha reconocido que este control se extiende a verificar la “legalidad, razonabilidad y proporcionalidad” de los actos cuestionados (CSJN Fallos 339:1077). Esto implica que no basta con que una decisión esté formalmente conforme a la ley; debe, además, cumplir con estándares de justicia material y coherencia con los valores subyacentes del ordenamiento jurídico.
En este marco, el principio de racionalidad exigido a los jueces es uno que, según el artículo 54 del Código Iberoamericano de Ética Judicial, debe coincidir con lo que cualquier persona común, dotada de sentido común, podría considerar razonable. Esto introduce un estándar de “racionalidad intersubjetiva”, es decir, una exigencia de que las decisiones judiciales sean comprensibles y aceptables no solo desde un punto de vista técnico, sino también desde una perspectiva accesible para la sociedad en su conjunto. Los jueces no pueden, por tanto, emitir fallos basados únicamente en tecnicismos legales; deben ofrecer argumentos que resuenen con los principios generales de justicia y racionalidad que cualquier persona razonable podría entender.
Este enfoque también se contrapone al formalismo excesivo que podría caracterizar ciertas posturas, como el originalismo estricto, que a veces se limita a la aplicación literal del texto legal o constitucional sin considerar las circunstancias y las implicancias morales de cada caso. El CCC, al enfatizar la necesidad de fundamentar las decisiones judiciales, promueve una justicia viva, en la que la interpretación de la ley no puede desvincularse de la realidad social, las nuevas circunstancias y las expectativas razonables de las personas.
Por lo tanto, en la interpretación y aplicación de las normas bajo este nuevo marco, los jueces deben ser particularmente cuidadosos de no caer en el mecanicismo, la irracionalidad o la arbitrariedad. De donde se colige que l acto de juzgar exige un ejercicio de razonabilidad, que va más allá de lo puramente técnico y que debe tener en cuenta el contexto, los principios de justicia y equidad, y las implicancias de la decisión en el bienestar colectivo. Así, la exigencia de decisiones debidamente argumentadas, conforme al artículo 3 del CCC, no solo refuerza el principio de justicia, sino que contribuye a una mayor legitimidad y confianza en el sistema judicial.
En cambio, de esta y otras páginas resulta que el originalismo, como teoría de interpretación constitucional, rechaza en gran medida la idea de que los jueces deban recurrir a juicios morales subjetivos o principios éticos cambiantes en su toma de decisiones al enfocarse en el significado original del texto legal tal como fue entendido en el momento de su promulgación. Todo esto nos revela que, para los originalistas, los jueces no tienen autoridad para reinterpretar la Constitución o las leyes de acuerdo con lo que consideren “bueno” o “malo” en un contexto contemporáneo, ya que esto implicaría crear nuevas normas, lo que ven como una función legislativa y no judicial. De ello resulta que esta postura muestra un escepticismo claro hacia la capacidad de los jueces para realizar juicios morales objetivos dentro del marco del derecho, argumentando que la estabilidad y la legitimidad del derecho dependen de adherirse al significado original de los textos.
Esta sencilla observación nos sitúa en una posición que, por el contrario, sostiene que las afirmaciones éticas pueden ser verdaderas o falsas y que los juicios morales se pueden fundamentar en criterios objetivos, independientemente de las opiniones. Desde nuestra perspectiva, es posible conocer lo que es moralmente correcto o incorrecto en términos objetivos, por cuanto los principios éticos no están sujetos a la mera interpretación subjetiva o contingente. Efectivamente, existen verdades morales que son universalmente válidas y que deben guiar las acciones humanas, a punto tal que estos criterios deben tener una fuerza normativa en la interpretación de las leyes y los derechos.
Dignidad humana y bien común vs. literalismo textual
La doctrina social católica coloca en el centro la dignidad inviolable de la persona humana y el bien común. Toda ley o Constitución, por válida que sea en su forma, debe interpretarse de manera coherente con esos principios superiores. Por ejemplo, Dignitatis Humanae fundamenta el derecho a la libertad religiosa en “la dignidad misma de la persona humana” , y Gaudium et Spes enseña que la finalidad de la comunidad política es realizar el bien común, dándole sentido y legitimidad a todo el orden jurídico.
En esa comprensión, los derechos fundamentales no derivan únicamente del texto positivo de la Constitución, sino de la ley natural inscrita en la naturaleza humana y en la voluntad de Dios. La interpretación de las normas debe, por tanto, priorizar esos valores morales universales: si una lectura puramente gramatical del texto contradijera la dignidad humana o anulara el bien común, habría que preferir una lectura conforme a los principios superiores. En pocas palabras, el constitucionalismo católico exige una hermenéutica valorativa o finalista: la letra de la Constitución ha de leerse a la luz de fines éticos objetivos (protección de la persona, promoción del bien común y la justicia).
El originalismo, en cambio, tiende a un literalismo o textualismo que desconfía de invocar valores morales no explícitos en el texto constitucional. Ciertamente, desde la mirada originalista, conceptos como “dignidad humana” o “bien común” podrían considerarse nociones demasiado abiertas o contemporáneas si no estaban claramente presentes en el pensamiento de los constituyentes. Porque, en lo medular, su enfoque es descriptivo antes que valorativo: importa qué significaba una cláusula según la intención original, no qué principios de justicia material podría servir hoy. Por ejemplo, un originalista podría argumentar que si el entendimiento original de cierta enmienda no abarcaba determinados derechos humanos (educación, salud, etc.), no corresponde a los jueces leerlos ahora en la Constitución, aunque esos derechos sean cruciales para la dignidad humana según la doctrina católica. Así, la literalidad interpretativa propia del originalismo puede chocar con la primacía de la persona y sus derechos que postula la Iglesia.
La doctrina católica insiste en que existe una jerarquía de leyes: por encima de las leyes positivas están la ley natural y la ley divina. Dignitatis Humanae reafirma que ninguna Constitución puede ser moralmente legítima si contradice los mandatos fundamentales de la ley natural.
Es en este sentido que varios pensadores contemporáneos sugieren retomar una “lectura moral” de la Constitución acorde con la tradición del derecho natural, como alternativa al positivismo originalista.En cambio, el originalismo separa nítidamente el derecho de la moral en el proceso interpretativo: primero averigua qué decidieron positivamente los constituyentes; luego aplica eso tal cual, sin filtrar si el contenido es acorde o no con alguna noción de justicia superior (pues presupone que cuestionar eso es rol del poder constituyente, no del intérprete). Esta postura implica que, si la Constitución original consagraba o permitía algo que hoy se considera contrario a la ley natural (por ejemplo, alguna forma de discriminación que entonces era socialmente aceptada), el juez originalista se sentiría atado a ese resultado mientras no haya enmienda formal. Evidemente surge una contradicción con el catolicismo: para la Iglesia, ningún acto de autoridad humana puede legitimar lo intrínsecamente injusto. Un sistema jurídico que congelara una injusticia original estaría en colisión con el orden moral objetivo.
No en vano, en años recientes han emergido dentro de la derecha intelectual de EE. UU. corrientes que critican al textualismo por considerarlo insuficiente para defender principios morales sustantivos. Entre estas corrientes destacan el llamado “originalismo católico” (o el originalismo informado por la ley natural) y el constitucionalismo del bien común, que proponen interpretar la Constitución a la luz de valores morales objetivos y el bien común de la sociedad, más allá de una lectura literalista.
Estas corrientes argumentan que el textualismo y el originalismo tal como se han practicado hasta ahora se han quedado cortos para los propósitos conservadores. Incluso sostienen que dicha metodología “ha sobrepasado su utilidad” y se ha convertido en un obstáculo para una interpretación verdaderamente conservadora en sustancia (Common-Good Constitutionalism – The Atlantic). En lugar de una neutralidad valorativa, abogan por una interpretación con carga moral, comopor ejemplo, Adrian Vermeule (profesor de Derecho en Harvard), en cuanto propone un “constitutionalismo del bien común” basado en principios sustantivos que los jueces deberían leer dentro de las generalidades y ambigüedades del texto constitucional (Common Good Originalism – The American Mind). En esta visión, el derecho debe orientar a la sociedad hacia bienes objetivos (p. ej., la justicia, el orden, la familia) y por tanto el juez no puede limitarse a ser un “autómata” del texto cuando ese texto es ambiguo o insuficiente.
La crítica central es que el textualismo es un enfoque “moralmente neutro” o positivista que desatiende verdades morales objetivas.
En ese sentido, autores como Hadley Arkes (académico jurisprudencial católico) sostienen que el error del originalismo/textualismo moderno ha sido desconectar la Constitución de sus fundamentos morales originales (Anchoring Truths, Natural Law, and Moral Order — A Conversation with Professor Hadley Arkes – AlbertMohler.com). Es decir, los Padres Fundadores partieron de principios de derecho natural (como la idea de que nuestros derechos nos los otorga nuestra naturaleza humana y el Creador), pero los textualistas contemporáneos habrían “aislado” el texto de esos axiomas. En palabras de Arkes y sus coautores: “El ‘textualismo’ es un literalismo aislado – se ha desvinculado de los axiomas y principios jurídicos que sirvieron de base a la jurisprudencia de los fundadores” (A Better Originalism – The American Mind). Esta “literalidad desprendida” estaría reñida con los fines morales subyacentes que inspiraron la Constitución (A Better Originalism – The American Mind).
Los proponentes del constitucionalismo del bien común enfatizan que la Constitución estadounidense, en su propio Preámbulo, establece fines sustantivos (formar una unión más perfecta, establecer justicia, asegurar la tranquilidad, promover la defensa común y el bienestar general, etc.). Por tanto, argumentan que una interpretación fiel debería perseguir esos fines teleológicos.
Desde esta óptica, una fijación excesiva en el procedimiento (el método interpretativo neutro) ignora que el proyecto de los Fundadores tenía fines sustantivos como el bien común y la justicia (A Better Originalism – The American Mind). Adrian Vermeule resume esta crítica diciendo que el paradigma originalista/textualista se basa en “neutralidad valorativa” y eso impide desarrollar un derecho público robustamente conservador en sustancia (Common-Good Constitutionalism – The Atlantic). En cambio se propone sin ambages que la interpretación debe comenzar “a partir de principios morales sustantivos que conduzcan al bien común”, los cuales los funcionarios (incluyendo jueces) deberían leer dentro de las majestosas generalidades del texto constitucional (Common Good Originalism – The American Mind).
En los Estados Unidos con más asinuidad queda de manifiesto que el textualismo puede conducir a resultados progresistas o contrarios a los valores tradicionales, ya que su supuesta neutralidad permite que las palabras amplias de la ley sean usadas para avanzar agendas ideológicas. Un ejemplo emblemático citado es el caso Bostock v. Clayton County (2020), donde el juez Neil Gorsuch (nombrado por Trump y conocido textualista) interpretó el Título VII de la ley de Derechos Civiles de 1964 –que prohíbe la discriminación “por razón de sexo” en el empleo– de forma tal que protegió la orientación sexual y la identidad de género. Gorsuch argumentó que la “simple aplicación del texto” abarcaba necesariamente esos casos de despidos por orientación sexual o identidad de género (The Blindness of Justice Gorsuch’s Woke Textualism – Public Discourse) (The Blindness of Justice Gorsuch’s Woke Textualism – Public Discourse).
Como era de esperar, la decisión provocó consternación en círculos conservadores: el veredicto fue visto como una victoria de la agenda progresista (calificada de “woke” en el lenguaje popular) legitimada por la metodología textualista. De hecho, algunos críticos denominan mordazmente este enfoque como “textualismo woke”, acusando a Gorsuch de ignorar la evidencia histórica del significado original de la ley (The Blindness of Justice Gorsuch’s Woke Textualism – Public Discourse) y de atribuir al Congreso de 1964 intenciones revolucionarias que nunca tuvo.
En un artículo titulado precisamente “La ceguera del textualismo woke del juez Gorsuch”, juristas conservadores señalaron que si una ley se interpreta con efectos que ni los legisladores ni el público de la época habrían imaginado, esa interpretación falla un principio básico del derecho: una norma no es verdadera ley si no es conocida y entendida por el pueblo al que va dirigida (The Blindness of Justice Gorsuch’s Woke Textualism – Public Discourse). Desde esta perspectiva histórico-moral, convertir el texto en algo tan desligado del entendimiento original equivale a que el legislador “hable en lenguas” ininteligibles, produciendo ruido en vez de auténtica ley (The Blindness of Justice Gorsuch’s Woke Textualism – Public Discourse).
En resumen, para el originalismo católico y el constitucionalismo del bien común, el textualismo cede demasiado terreno: al rehusarse a juzgar el contenido moral de las normas, podría terminar avalando innovaciones jurídicas contrarias al orden natural o al bien común. Vermeule lo expresa claramente al señalar que el originalismo/textualismo se ha convertido en un obstáculo para desarrollar un enfoque verdaderamente conservador, porque “priva a los jueces de apelar a principios más altos”. Josh Hammer (otro jurista conservador) coincide, calificando al textualismo estricto como “un enfoque positivista, moralmente neutro, que comete la imprudencia de eludir las elecciones morales de fondo” (A Better Originalism – The American Mind). Según Hammer, la sentencia de Bostock evidenció “las trampas de una jurisprudencia despojada que depende únicamente de consignas procedimentales”, logrando una “victoria” pírrica de método al costo de minar valores fundamentales de la familia y la ley (A Better Originalism – The American Mind). En otras palabras, de nada sirve proclamar fidelidad interpretativa si el resultado final “deforma nuestras leyes y la vida de nuestras familias” (A Better Originalism – The American Mind).
No solo teóricos académicos han planteado reparos; también políticos republicanos y aliados de Donald Trump han expresado rechazo o preocupación hacia el textualismo cuando sus resultados se perciben contrarios a la agenda conservadora. Especial mención merece el senador Josh Hawley (R-Missouri), estrecho aliado de Trump, quien tras el fallo de Bostock manifestó en el pleno del Senado que esa decisión “marca el fin del movimiento jurídico conservador tal como lo conocemos” (Was It All for This? The Failure of the Conservative Legal Movement – Public Discourse). Hawley, exprofesor de derecho él mismo, afirmó contundente que “si textualismo y originalismo te dan esta decisión […], entonces resulta que no habíamos estado luchando por mucho, o quizá por exactamente lo contrario de lo que creíamos” (Was It All for This? The Failure of the Conservative Legal Movement – Public Discourse) (Was It All for This? The Failure of the Conservative Legal Movement – Public Discourse).
En ese sentido, sus palabras reflejan la desilusión de muchos conservadores religiosos: durante décadas apoyaron a candidatos republicanos con la promesa de nombrar jueces fieles al texto original, y sin embargo vieron a un juez textualista consagrar una interpretación alineada con postulados progresistas en materia de sexo y género. “Si esto es a lo que nos lleva el textualismo –dice Hawley–, entonces todas esas frases no significan gran cosa” (Was It All for This? The Failure of the Conservative Legal Movement – Public Discourse). En suma, cuestionó abiertamente si vale la pena seguir exaltando esa metodología.
Otros juristas y comentaristas pro-Trump han hecho eco de esta frustración. El abogado Josh Hammer, por ejemplo, describió la situación como una “crisis del movimiento legal conservador”: millones de votantes apoyaron a Trump esperando la protección de ciertos valores (la vida del no nacido, la libertad religiosa, el derecho a portar armas, etc.), más que por adhesión a una metodología interpretativa en abstracto (The Crisis of the Conservative Legal Movement, by Josh Hammer | Creators Syndicate). Según Hammer, esos votantes buscaban fines sustantivos, no meros procedimientos, y el peligro para los conservadores es aferrarse a un formalismo que no produce resultados acordes a esos valores (The Crisis of the Conservative Legal Movement, by Josh Hammer | Creators Syndicate) (The Crisis of the Conservative Legal Movement, by Josh Hammer | Creators Syndicate). De hecho, señala con ironía que se construyó una “maquinaria bien aceitada” para formar jueces meticulosamente fieles al método, “autómatas judiciales metodológicos”, pero tal maquinaria “falló en producir resultados sólidos” para el bando conservador (The Crisis of the Conservative Legal Movement, by Josh Hammer | Creators Syndicate). En la misma línea, tras la racha de fallos decepcionantes de 2020 (Bostock, la invalidación de una ley pro-vida en June Medical, el bloqueo a la rescisión del DACA, etc.), diversos comentaristas de derecha lamentaron que incluso con jueces nombrados por Trump (Gorsuch, Kavanaugh) “el término de la Corte fue el más decepcionante en décadas” desde una óptica conservadora (The Crisis of the Conservative Legal Movement, by Josh Hammer | Creators Syndicate). Este sentir ha motivado a algunos a pedir un replanteamiento: ¿De qué sirve tener jueces que juran lealtad al texto si luego ese texto ‘neutral’ se usa para avances de la izquierda?.
Cabe destacar que esta brecha en la derecha también tiene un matiz religioso cultural. Muchos conservadores cristianos ven en el textualismo una especie de “desarme unilateral” en la guerra cultural: mientras la izquierda jurídica avanza sus valores (autonomía individual, “derechos evolutivos”, etc.) a través de interpretaciones creativas, los jueces conservadores se auto-limitan al “mero texto”, aun cuando ello implique, según estos críticos, sacrificar principios no negociables.
Así, surgen acusaciones de que cierto originalismo judicial termina legitimando la agenda woke al envolverse en una apariencia de neutralidad. Un ejemplo es el lenguaje de algunos activistas provida o pro-familia tras Bostock, tildando la opinión de Gorsuch de “traición” e incluso sugiriendo que algunos jueces nombrados por republicanos buscan la aprobación de las élites progresistas. Sin llegar a ese extremo retórico, el juez Samuel Alito, en su disidencia en Bostock, advirtió algo semejante: acusó a la mayoría de la Corte de hacer “legislación, no interpretación” y comparó irónicamente la opinión de Gorsuch con “una pirata ondeando la bandera del textualismo” para encubrir un fallo con objetivos políticamente correctos. En otras palabras, sugirió que la mayoría usó la etiqueta textualista como pantalla para alcanzar un resultado deseado ideológicamente (la expansión de protecciones LGBTQ) (A Better Originalism – The American Mind).
También se observan reservas hacia el textualismo en voces asociadas al nacionalismo conservador o al trumpismo fuera del Congreso. Intelectuales como Sohrab Ahmari o Patrick Deneen (aunque más enfocados en filosofía política) han cuestionado el liberalismo procedimental en general –del cual el textualismo jurídico sería una expresión– por vaciar de contenido los valores comunitarios y trascendentes. En círculos católicos integristas de EE.UU., se ve con recelo la noción de una Constitución “ciega” a la verdad moral. Incluso algunos han recordado que varios de los jueces conservadores son personalmente católicos, y se preguntan si es coherente que sus decisiones jurídicas ignoren principios de la ley natural que su fe afirma. No piden que impongan dogmas religiosos, sino que no se auto-restrinjan de considerar la dimensión ética. Por ejemplo, el propio juez Scalia (católico devoto y padre del textualismo) reconocía que si una ley justa chocara frontalmente con su fe, él preferiría renunciar antes que adjudicar contra su conciencia –lo que ilustra la tensión latente entre fe y metodología neutral.
Una realidad incomprendida en la Argentina.
El debate sobre el textualismo versus enfoques de “bien común” tiene profundas implicaciones para el futuro del movimiento conservador en EE. UU., tanto en el terreno jurídico como en el político. Por de pronto, se adiverte una fisura entre los conservadores jurídicos tradicionalistas (alineados con la Sociedad Federalista, Scalia, Thomas, etc., quienes defienden que la mejor estrategia sigue siendo respetar estrictamente el texto y la intención original) y una nueva derecha jurídico-filosófica que podríamos llamar “post-liberal”, más dispuesta a que los jueces persigan resultados substantivos acordes a la moral comunitaria. Esta nueva corriente –que incluye a académicos como Vermeule, Arkes, y comentadores como Hammer o Ahmari– acusa a la anterior de haberse vuelto complaciente y demasiado formalista, permitiendo que la cultura progresista avance sin resistencia real.
Por su parte, los originalistas clásicos responden que abandonar la neutralidad interpretativa sería abrir la puerta a la arbitrariedad judicial: temen reemplazar la “dictadura de relativismo liberal” por una posible “dictadura de valores conservadores” desde el estrado, algo que podría socavar la credibilidad del Poder Judicial y traicionar el principio de imperio de la ley.
Como se vé, el conservadurismo estadounidense se encuentra debatiendo internamente cuánto debe priorizar los procedimientos legales neutrales vs. asegurar ciertos resultados sustantivos. Este debate recuerda al que han tenido los progresistas entre medios vs. fines (por ejemplo, si es legítimo que un juez “cree” derechos para hacer justicia social). Ahora esa discusión llega al campo de la derecha: ¿debe un juez conservador limitarse a ser árbitro neutral, o en tiempos de crisis cultural debe ser un “estadista judicial” velando por el bien común?
Cabe llamar la atención, porque políticamente, este debate podría influir en cómo los republicanos eligen y evalúan a sus candidatos judiciales. Hasta ahora, la litmus test (prueba de fuego) solía ser la adhesión al originalismo/textualismo. Pero figuras como Hawley insinúan que eso ya no basta. De hecho, Hawley declaró tras Bostock que no votaría a ningún candidato a la Corte Suprema que “no reconozca públicamente que la decisión de Bostock estuvo mal decidida”. Esto implica un tamiz más ideológico: asegurarse de que los jueces compartan ciertos valores de fondo, y no solo cierta filosofía interpretativa. Algunos activistas piden explícitamente juristas “conservadores en principios, no solo en método”. Es posible que futuros candidatos presidenciales republicanos — influenciados por el movimiento “National Conservatism” (nacional conservadurismo)— busquen jueces que prometan ser combatientes culturales además de árbitros legales.
Sin duda alguna, este debate interno refleja un realineamiento más amplio en la derecha estadounidense. Tras la era Trump, ha cobrado fuerza un sector que cuestiona ciertos dogmas del conservadurismo clásico (libre mercado irrestricto, neutralidad valorativa del Estado, globalismo, etc.) y promueve una política “orientada al bien común”. En lo jurídico, esto se traduce en críticas a la “vieja derecha judicial” que se contentaría con detener abusos pero no construye una visión propia de justicia. El manifiesto “A Better Originalism” (Un mejor originalismo), firmado en 2021 por Arkes, Hammer y otros, es ilustrativo: allí llaman a “un originalismo de sustancia moral” que equipe a los jueces para enfrentar “la más grave crisis del régimen desde la Guerra Civil”, aludiendo a la embestida de la agenda identitaria del gobierno de Biden (A Better Originalism – The American Mind) (A Better Originalism – The American Mind). Esta retórica casi apocalíptica indica que una parte del movimiento conservador ve el momento actual como excepcional, uno en el que seguir las reglas tradicionales equivale a la derrota asegurada. Por tanto, justifican medidas extraordinarias en el plano intelectual y jurídico.