Puebla, joya colonial, potencia industrial y bastión cultural del México moderno, comienza a ser envuelta por los tentáculos de un Estado que ya no gobierna: amenaza. Bajo el mando del gobernador morenista Alejandro Armenta, la entidad ha sido testigo de una peligrosa deriva autoritaria que hoy se manifiesta sin ambages. Las recientes declaraciones del mandatario —quien exigió al Grupo Proyecta “compartir su riqueza” bajo la amenaza de expropiar el doble de lo que se nieguen a ceder— no son un lapsus, ni una propuesta mal planteada. Son un manifiesto. Un manifiesto de poder.
Lejos de un acto de justicia social, esta amenaza revela el avance de una visión que desprecia la propiedad privada y glorifica el control estatal sobre los frutos del esfuerzo ajeno. Se trata de una mentalidad promovida desde las entrañas del Grupo Puebla, ese bloque ideológico que con palabras suaves y sonrisa afable empuja políticas corrosivas. Gobernadores como Armenta no son más que operadores de una narrativa que busca reconfigurar la relación entre el ciudadano y el poder: del individuo libre al súbdito condicionado. Del creador de riqueza al sospechoso de acapararla.
Esta lógica no es nueva. Venezuela la vivió. Primero fue la retórica de “los ricos deben compartir”, luego vinieron las expropiaciones, después el éxodo. Hoy, en Puebla, el eco de aquel desastre retumba. El mensaje es claro: cede o serás despojado. Bajo el pretexto de redistribuir, el gobierno comienza a normalizar el saqueo institucional. En lugar de fomentar la creación de riqueza, se castiga al que la genera. Hoy se amenaza con terrenos. Mañana serán fábricas, comercios, hogares, derechos.
El populismo, cuando se queda sin dinero, recurre a las tijeras y a los colmillos. No sabe generar, sólo repartir lo ajeno. Y ese es el verdadero rostro del “Leviatán” que comienza a despertar en Puebla: un Estado que no administra, sino devora. Un gobierno que no construye, sino se alimenta del esfuerzo ajeno. En palabras de Javier Milei: “Los zurdos resentidos promueven la redistribución por su incapacidad manifiesta para crear riqueza”. Armenta no está redistribuyendo justicia: está ensayando el saqueo.
Ante este avance, la mayoría guarda silencio. Otros justifican. Algunos aplauden. Pero hay una voz que se alza sin miedo ni titubeos: Eduardo Verástegui. En un país saturado de simulaciones, Verástegui es una anomalía: un líder que no necesita disfrazar sus convicciones. Es, hoy por hoy, el único político mexicano que defiende con claridad y coherencia la propiedad privada como pilar de la libertad. No como privilegio, sino como derecho humano fundamental.
Mientras los ideólogos del resentimiento predican la igualdad por empobrecimiento, Verástegui insiste en la dignidad del esfuerzo. Mientras unos normalizan la confiscación como política de Estado, él propone una nación donde la riqueza se celebra y se multiplica, no se persigue. En este clima de intimidación institucional, su figura emerge como el último dique frente al Leviatán.
Puebla es apenas el ensayo. Si no se enfrenta esta mentalidad confiscatoria hoy, mañana se extenderá como metástasis por todo el país. Los ciudadanos deben comprender que la expropiación no es justicia, es barbarie. Que la redistribución forzada no combate la desigualdad, sino la libertad. Que cada terreno amenazado hoy es un símbolo de lo que podría perderse mañana: autonomía, prosperidad, futuro.
México necesita recuperar el sentido común y el valor moral para rechazar estas prácticas. Y necesita, también, liderazgos que no teman alzarse cuando todo parece inclinarse hacia el abismo. Eduardo Verástegui representa esa resistencia. No como mesías, sino como centinela. Y si hay esperanza de que la sombra del Leviatán no lo cubra todo, será porque voces como la suya logren despertar a un país que, dormido, corre el riesgo de ser devorado.