La Tulipomanía (1634) es la primera gran crisis de confianza de la historia, teniendo en cuenta que la caída de los precios de los tulipanes, después de una burbuja especulativa, no estuvo asociada a una catástrofe natural en los Países Bajos.
No fue culpa de una plaga que afectó directamente los cultivos de la flor, no existieron problemas en su comercialización u otro tipo de amenaza directa que fuera un motivo real para crear una sobreoferta de bulbos de tulipán que hiciera colapsar al mercado.
Sucesivas crisis de confianza, como la Crisis de la Compagnie du Mississippi (1716), la Crisis de la South Sea Company (1720), la primera Crisis de la Deuda Hispanoamericana (1825) y la Crisis de los Trenes (1857), entre otras tantas crisis, tuvieron unos rasgos comunes, sin importar el periodo histórico y el entorno económico en el que ocurrieron, como lo describen Kindleberger y Aliber en su libro “Manías, pánicos y cracks”.
El Crack de 1929 tuvo la misma secuencia que las otras crisis. Sin embargo, contrario a lo ocurrido, anteriormente, que fueron tratadas como asuntos privados, fuera de la esfera gubernamental, en este caso en particular, John Maynard Keynes se inventó que el Estado debía intervenir para solucionar los problemas de los ciudadanos, tratándolos de subnormales y clasificándolos como incapaces de salir de una situación de crisis.
John Maynard Keynes impuso el New Deal (Nuevo Pacto), haciendo una redefinición del Pacto Social de Jean-Jacques Rousseau. Keynes se copió de Rousseau en eso de hacer perder las libertades propias del estado natural del hombre, a cambio de que el Estado asumiera el control de la economía para, supuestamente, con la intervención estatal, salvar a la sociedad de la miseria.
Un proyecto de solución a una crisis se convirtió en un modelo económico permanente. Entonces, se hizo necesario perpetuar la situación de crisis, que sirvió como una herramienta de destrucción masiva de la libertad económica que había causado la prosperidad y la riqueza mundial.
La Belle Époque llegaba a su fin en manos de Keynes y su teoría de creación de miseria, promovida por el Estado, que asumió el control de la economía en un primer momento, y luego se hizo extensivo a todos los ámbitos de la sociedad.
Primero, tomó el control del mercado de capitales, el sistema circulatorio de una economía y lo que vino después fue la toma total de la producción, de la propiedad privada y del libre albedrío del empresario. La fórmula para la dominación económica supranacional, Keynes la definió en Bretton Woods, entregando el dominio y el control de las finanzas públicas al Banco Mundial (BM) y al Fondo Monetario Internacional (FMI).
Keynes ambientó la implementación de su teoría en toda América, enviando a su aprendiz predilecto, Edwin Kemmerer, alias “Money Doctor”, a Colombia en 1923, a Chile en 1925, a Ecuador en 1926, a Bolivia en 1927 y a Perú en 1928. Justo antes, gran coincidencia, del gran crack de la Bolsa de Nueva York (NYSE).
Kemmerer estuvo promoviendo la creación de bancos centrales, organismos de control y vigilancia de la actividad financiera privada, que terminó con el periodo de banca libre, y de control y vigilancia de las finanzas públicas.
A la vez, inoculó el veneno de la emisión de dinero sin respaldo, promoviendo el final del patrón oro que creó el concepto de las monedas fiduciarias, y del gasto público inútil, todas decisiones creadoras de la inflación, que sirvió para justificar su teoría sobre el interés creando la necesidad de darle valor al dinero en el tiempo, obstaculizando el acceso a los capitales y poniéndole un alto precio.
La teoría de Keynes es la culpable de todas las desgracias en la región que frenó su crecimiento y cuyas economías pasaron a ser dirigidas, controladas y reguladas por el Estado. Un gran golpe de Estado blando con el que se tomó el poder, también, de los países que no fueron afectados de manera directa por la Gran Depresión o las Grandes Guerras.
Keynes atacó la inversión en acciones de empresas productivas, promoviendo que las personas le entreguen sus caudales, mejor, al Estado improductivo porque los bonos de deuda pública son más seguros que las acciones de empresas productivas. Rompe con la financiación de las empresas privadas y concentra los flujos de capitales en la financiación del Estado.
Para Keynes, es mejor idea prestarle plata a un ente improductivo como el Estado, porque paga un rendimiento financiero “fijo” y “sin riesgo de impago”, algo que, quedó demostrado, es totalmente falso. Mientras que invertir en acciones es una actividad riesgosa, que solo pueden hacer los banqueros de inversión con sus propios recursos, sin poner en riesgo el ahorro de terceros.
La intervención del Estado en la economía fue adoptada por todos los movimientos políticos, eliminando las diferencias dogmáticas y programáticas, creando ineficiencias, que se pagaban con altos impuestos y emisión de papelitos de colores sin respaldo.
Ergo, el soporte teórico del Nuevo Orden (Neuordnung) creado por el Nacional Socialismo Obrero Alemán (NAZI), es la “Teoría general del empleo, el interés y el dinero”, escrita por Keynes que, entre otras cosas, se inventó que una economía nacional, solo funcionaba sí el Estado creaba un nivel optimo de demanda agregada.
Generando una dependencia ficticia del gasto inútil del Estado que, con el tiempo, se inventaron para justificarlo, que era, también, para repartir la riqueza, contrario a la realidad porque cuando el Estado interviene la economía, el Índice Gini cambia de tendencia y, en lugar de atomizar la repartición de la riqueza (tiende a cero), la concentra, es decir, tiende a uno.
El Estado, después de Keynes, se autoproclamó necesario para combatir la pobreza que había creado y, con el tiempo, usó artimañas diferentes como la equidad de género, el cambio climático, el aborto, las preferencias sexuales, los hobbies como los deportes y un sinnúmero de causas y funciones artificiales que, supuestamente, el Estado debía asumir y pagar, creando más burocracia, endeudándose más y cobrando más impuestos.
La perversa virtud de la intervención del Estado es que viola la autonomía de los mercados. Al desaparecer la autonomía corporativa y el libre albedrío del empresario, la propiedad privada pierde su esencia, su valor, su sentido y su utilidad.
De nada sirve ser el dueño de una empresa si el Estado es el que decide y dispone sobre el destino de la misma, que va, incluso, hasta hacer desaparecer el sector industrial al que pertenece.
El riesgo de expropiación frena la inversión porque existe el riesgo de perderlo todo y los administradores de portafolios de inversión, cumpliendo con su deber fiduciario, no pueden exponer a sus clientes a ese riesgo. La salida de capitales aumenta con el tiempo, lo que agudiza la crisis.
El concepto del “too big to fail” y de los seguros de depósitos son promotores del riesgo moral del banquero y de la falta de disciplina del mercado. No importa realizar una debida diligencia sobre a quién prestarle los recursos en términos de productividad y eficiencia de mercado, porque el Estado paga. El Estado debe salvar a los ahorradores de los bancos, lo que en última instancia significa privatizar las utilidades y socializar las pérdidas.
Si un negocio no es productivo o eficiente, desaparece, pero, en el modelo de Keynes, el Estado mantiene con vida a los ineficientes e improductivos. Esa es la acusación por excelencia de los que utilizan la palabra “liberal” como un insulto, porque evita que el Estado fomente, de manera permanente, la mediocridad, las fallas en el mercado, la irracionalidad económica y las ineficiencias en el gasto.
Los bancos se están quebrando en el mundo, no por prestarle plata a las empresas que producen, sino a las empresas improductivas o a las que promueven no trabajar, ni producir. Los bancos centrales en el mundo están dando pérdidas por tener sus portafolios invertidos en bonos de deuda pública extranjera de naciones que, a todas luces, no tienen los recursos para pagarlos.
Le pagan multimillonarios honorarios a Mariana Mazzucato, la economista que va por el mundo, como Melquiades, mostrando sus inventos ingeniosos pero inútiles, diciendo, por ejemplo, que “el Estado no debe corregir los mercados, debe formarlos”. Y, los keynesianistas, aplauden extasiados porque con los conceptos de ella, creen que están inmortalizando el modelo de su ídolo.
Esta es la razón del odio irracional de la extrema izquierda global keynesiana, en contra del presidente Javier Milei.