El gobierno no tiene dinero propio.
Cuando escuchamos hablar de “la ayuda del gobierno” o “el gobierno creó tal cosa”, en realidad se refieren a nuestros impuestos. No es “el dinero del presidente” ni “el dinero del Estado”, sino el de todos los ciudadanos que, con su esfuerzo diario, sostienen las cuentas públicas.
Pagamos impuestos, y ese es el dinero de los Estados, dinero que, en el mejor de los casos, construye una escuela y, en el peor, enriquece a los entornos de los presidentes de turno.
En muchos países, ciertos territorios o regiones padecen problemas recurrentes: inundaciones, crisis económicas, inseguridad o servicios públicos colapsados. Y, sin embargo, los mismos políticos que han llevado a esas regiones a la decadencia siguen siendo reelegidos.
Las personas esperan que la solución venga “de arriba”, como si Dios, a falta de problemas más urgentes, pudiera también bajar con casco, pico y pala para tapar pozos, construir acueductos o reparar represas.
Ahora que lo pienso, a Dios se lo cuestiona más que a quienes han administrado mal esos recursos por años.
Frente a esto, vemos incluso a los medios de todos los países del mundo buscar, en medio de las crisis, algún culpable. Porque, claro, no hay medios masivos que no cobren de los gobiernos por decir lo que dicen, y cuanto más odio puedan generar, mejor parece irles a los gobiernos que los financian.
Contrario a la idea general, los políticos no generan riqueza.
No producen bienes ni prestan servicios productivos. Son meros administradores del dinero que nosotros, los ciudadanos, generamos. Y si elegimos malos administradores, no podemos sorprendernos cuando el resultado es un desastre.
Como dijo Milton Friedman: “Nadie gasta el dinero de otra persona con tanto cuidado como gasta su propio dinero. Nadie usa los recursos de otra persona tan cuidadosamente como usa sus propios recursos.” Dicho de otra forma: cuando el dinero es de todos, en realidad no es de nadie, y los políticos viven de no cuidarlo.
Es hora de dejar de ver a los políticos como líderes todopoderosos y comenzar a verlos como lo que realmente son: empleados que contratamos con nuestro voto para gestionar nuestros recursos. Y si fracasan en su tarea, deberíamos despedirlos en lugar de seguir justificándolos o esperando milagros.
Por supuesto, la solidaridad entre ciudadanos es fundamental en tiempos de crisis. Frente a la inoperancia política, ayudarnos entre nosotros con donaciones o voluntariado es un reflejo de nuestra humanidad. Pero esa solidaridad no debería convertirse en excusa para perpetuar sistemas ineficientes que solo generan más dependencia.
El cambio comienza cuando entendemos que el poder no reside en los políticos, sino en quienes los eligen.