Immanuel Kant, en su libro “Sobre la Paz Perpetua”, resaltó la importancia de la autoridad suprema de la Constitución para el establecimiento de una paz estable y duradera, al igual que del respeto por el principio básico de una democracia participativa y de la existencia del Estado de Derecho.
En ese mismo sentido, el modelo de la paz liberal, se basa en la seguridad, el desarrollo económico, la asistencia humanitaria, la gobernanza y el imperio de la Ley, a la vez que supone la promoción de la democracia, las reformas económicas basadas en el libre mercado y el fortalecimiento de las instituciones locales.
En el paradigma democrático liberal, las relaciones internacionales de los países con gobiernos democráticos con otro país con la misma forma de gobierno, implica una estructura de niveles de interacción, totalmente diferente que la de los países no democráticos entre sí, o con terceros países que sean democráticos.
Los teóricos liberales creen que la democracia desarrollada en la política interna afecta drásticamente la política exterior del Estado. Esto significa que los regímenes democráticos se relacionan entre sí de la misma manera que sus ciudadanos se relacionan con su propio país.
Luc Reychler, considera claves para el éxito de la construcción de la paz, la construcción de un clima político-psicológico que genere una masa crítica de liderazgo de construcción de paz, acompañada de un entorno internacional de apoyo.
En países con pobreza y falta de oportunidades laborales, con economías débiles, mono dependientes en su producción con muy bajos ingresos diferenciados de las economías de ingresos medios o altos, las posibilidades que funcione la implementación de un acuerdo, tienden a ser bajas según Stewart, Brown y Langer.
Estudios previos han demostrado que las probabilidades de volver a la guerra, tienden a cero, cuando en el periodo de post conflicto se hace una implementación exitosa de lo acordado. Deniz Cil dice que la implementación de un acuerdo de paz es una continuación del proceso de negociación en el que ambas partes tratan de obtener la máxima cantidad de concesiones que puedan, al actualizar sus creencias sobre las ganancias y pérdidas que se harán permaneciendo en el proceso de paz o abandonándolo.
Para Stewart, Brown y Langer, los intentos por alcanzar la paz pueden ser obstaculizados con frecuencia por spoilers que a menudo resultan ser grupos insurgentes de ruptura que aún no están listos y dispuestos a dar por terminado con el conflicto armado o con el status-quo de las condiciones que trae la situación de conflicto permanente.
Juan Manuel Santos acabó con la democracia colombiana cuando eliminó la separación de los poderes públicos. Usurpó las funciones del Legislativo con la figura de la Unidad Nacional que terminó “anexando” el Congreso al Ejecutivo, permitiendo manejarlo a su antojo, al igual que se apoderó de la autonomía de las Altas Cortes y de los entes de control y vigilancia, eliminando los frenos y contrapesos, necesarios para el funcionamiento óptimo de una democracia.
Sus aduladores de oficio, por haber hecho esto, comparaban a Juan Manuel Santos con un jugador profesional de guayabita, de cacho, de póker, hasta llegar a calificarlo de tahúr, lo que en el corto entendimiento de sus asesores, le daba legitimidad a los actos propios de un dictador.
Esto, sin contar con que ejecutó un mandato que no recibió de sus electores en el año 2010, se hizo reelegir a la brava en el 2014 y en el año 2016 desconoció el resultado del plebiscito con el que pretendió refrendar el Acuerdo de Paz de él con las FARC.
Sin democracia y sin respeto por el Estado de Derecho (con la creación de la JEP), la implementación del Acuerdo de Paz nunca empezó. La democracia del post conflicto se convirtió en el mismo concepto de democracia de la Comuna de París en el año 1871.
Destrucción, pillaje de bienes, destrucción de estatuas, piro maníacos quemado todo a su paso, para que una minoría de salvajes violentos pudiera exigirle al resto de la sociedad, desde la calle, que se doblegue ante sus exigencias y se dedique a atender sus intereses. Gustavo Petro se dedicó a dirigir a los Comunes criollos desde el día que perdió la presidencia de Colombia en el año 2018.
La aparición del primer grupo de paramilitares, en la historia colombiana (civiles armados por el Estado colombiano), en las calles de Cali y de Popayán, con armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas colombianas y equipados con carros blindados entregados por el gobierno de Juan Manuel Santos, son el epítome lógico de algo que desde siempre se supo que iba a terminar muy mal.
Un multiplicador de la violencia y del terror entre los colombianos, cuando no se hiciera la voluntad de las FARC que se ha limitado, desde siempre, a seguir desarrollado su actividad criminal, sin mayores inconvenientes logísticos y legales, desconociendo el cumplimiento de lo acordado en La Habana.
Haber calificado como conflicto interno, a una amenaza terrorista, hizo que durante años se buscara al ahogado río arriba. Esto se logró con la estrategia del acordeón, estirado y magnificado, ante la comunidad internacional, el accionar de un grupo de forajidos dedicados a la explotación de las economías ilegales, presentándose como un ejército irregular que se había levantado en armas contra una tiranía que tenía dividido a 50 millones de personas en dos mitades y, luego, reduciendo, ante los colombianos, como un acuerdo para solucionar los problemas y privilegiar los intereses de una diminuta minoría que correspondía a menos del 0,014% del total de la población nacional.
La tozudez de haber puesto de garantes del acuerdo a dictaduras comunistas como la cubana o la venezolana y a una ONG desprestigiada como la ONU, sentó las bases del fracaso en el plano internacional.
Sumado a que los recursos de los países donantes se dilapidaron pagando el sueldo a un mini ejército de burócratas internacionales y contratistas nacionales, cuando la prioridad debía haber sido crear todas las condiciones de un entorno favorable a la producción y al libre mercado.
Haber fortalecido las relaciones internacionales con los países que son grandes centros financieros del mundo, por ejemplo, hubiera sido mucho más útil que haber sido los mejores amigos de países sumidos en la miseria.
Lo ocurrido en las últimas semanas en Colombia, es el final del proyecto totalitario de Juan Manuel Santos disfrazado de implementación de un Acuerdo de Paz. Es la reacción natural de las FARC y del ELN a la debacle de sus economías ilegales en el mundo, debacle de la que culpan a la institucionalidad colombiana.
También, es la respuesta a la caída de toda esa estructura de poder amorfa, en la que participaban políticos de todas las corrientes, las élites sindicalistas, los pseudo intelectuales, los periodistas tradicionales, los analfabetas funcionales con redes sociales, los miembros de las minorías étnicas, los activistas, las oenegés, los artistas y los demás miembros de ese grupo de iluminados que Álvaro Gómez Hurtado llamó el “Régimen”.
Esa minoría variopinta intocable que, durante muchos años, ha vivido de las economías ilegales, de los impuestos de todos los colombianos y del erario público de otros países, disfrazados de cooperación internacional.
Minoría que se niega a perder sus privilegios, lujos y excesos sin castigo, ante la nueva realidad, que ya es evidente en otras latitudes. Eso explica la torpeza violenta con la que actúa Gustavo Petro y todos sus secuaces. El desespero de los que ya saben que se irán del poder para jamás volver. Colombia será libre y los que nunca han querido que eso pase, porque se lucran de su esclavitud, ya lo saben.