“La codicia es buena” dijo Gordon Gekko, el malo de la película Wall Street (1987) de Oliver Stone, en medio de una ficticia asamblea de accionistas. “La codicia clarifica y capta la esencia del espíritu de evolución. La codicia en todas sus formas, la codicia de vivir, de saber, de amor, de dinero, es lo que ha marcado la vida de la humanidad”, concluyó Gekko para justificar su afirmación.
La ambición, sana, buena, es un deseo natural, sincero, de buscar y obtener algún tipo de logro o distinción y la voluntad de esforzarse por conseguirlo. Perseguir los sueños, cumplir con las metas propuestas, se convierte en codicia, de la mala, cuando se pierde los escrúpulos y la ética en los negocios, que desaparece ante la irresistible posibilidad de aumentar los márgenes de utilidad pasando por encima de los principios y valores, personales y corporativos.
En la vida real, la ambición de Sir Philip Green, gran empresario de la moda, mutó a codicia cuando Green, dejó de producir en el Reino Unido y prefirió irse para Bangladesh a hacerlo. Producía más barato porque a los trabajadores los tenían en condiciones laborales indignas, empleaban a mano de obra infantil y sometían a los trabajadores a jornadas extenuantes a cambio de salarios que rayaban en la esclavitud.
Sus márgenes de utilidad aumentaron porque los precios nunca reflejaron el menor valor de sus costos de producción y los consumidores finales, sin saberlo, terminaron patrocinando formas mezquinas de producción motivadas, no por la ambición, sino por la codicia.
Nada diferente a la actitud asumida por un sector de los industriales argentinos que, su codicia, no les permite vender sus productos a precios razonables, acordes con la nueva realidad económica y el nuevo entorno productivo, sino que se empecinan en vivir en un mundo decadente, híper inflacionario, hiper regulado, paralelo, en el que sus productos obsoletos e incompetentes, tienen altos precios.
La envidia es un sentimiento negativo, de resentimiento, causado por los logros y el éxito de las otras personas. Sin embargo, según el profesor Lipton Matthews, la envidia puede ser destructiva o constructiva de acuerdo a las intenciones del envidioso.
Querer superar al rival en franca lid es un incentivo natural al progreso económico que fomenta la libre competencia y la eficiencia en el logro de los objetivos corporativos. El miedo a la envidia destructiva restringe el crecimiento de la prosperidad por el límite inconsciente que significa tratar de protegerse frente a los ataques de los envidiosos.
Según estudios antropológicos citados por Matthews, la intención de prevenir los efectos de la envidia destructiva ha generado la subproducción deliberada de cultivos. Esos estudios, también, localizan a la envidia destructiva en los países con problemas de desarrollo.
Los argentinos improductivos, por su bajo coeficiente intelectual, por ejemplo, envidiaban la fama y la fortuna del precandidato presidencial, Juan Grabois, de los miembros del Cártel de Los Moyano, de José Mayans, de los miembros de La Campora, de L-Gante, de Wanda Nara y de todos los entes económicos improductivos que, sin embargo, son archi, multi, mega, tetra, millonarios, lo que degeneró en un alto nivel de improductividad inducida en el imaginario aspiracional de la sociedad argentina.
Adam Smith consideraba el egoísmo cómo el motor del desarrollo económico de una sociedad. La interacción de los diversos egoísmos, entendidos como proteger y hacer prevalecer los intereses propios, es la mano invisible que logra los niveles ideales de armonía del mercado y de eficiencia, porque el egoísmo fomenta la búsqueda de la excelencia. Buscar la excelencia, en un ambiente de libre competencia perfecta, puede alcanzar la mejor relación de precio-calidad en el mercado.
El proteccionismo feudal de la industria argentina, impuesto desde la época del nacional socialismo obrero argentino de Juan Domingo Perón, formó una camarilla de industriales ineficientes, perezosos, incompetentes, que los hizo inmunes y ajenos a cualquier proceso de racionalidad económica.
La diversidad, inherente a la humanidad, es la encargada de crear los límites a los diferentes egoísmos. La diversidad de gustos, dones, talentos, vocaciones, preferencias, géneros, razas o culturas, determina la pluralidad necesaria para que funcionen los mercados de manera eficiente.
La cultura de la cancelación y de la discriminación positiva, fomentada por el Cártel de los Kirchner, son perversas para el desarrollo de la libre competencia porque distorsiona la asignación de recursos en los mercados.
Tratar a una sociedad como incapaz e incompetente, otorgando subsidios a los percibidos como inferiores y subnormales por La Casta, creo privilegios artificiales que distorcionaron de manera grave la formación y fijación de los precios e hirió de muerte la capacidad productiva de los argentinos.
Recuerdo que los Jesuitas, del siglo pasado, decían que el límite de la libertad personal iba hasta donde empezaba la libertad del otro. Se supone, también, que el egoísmo individual termina en dónde empieza el egoísmo del otro.
Se supone, entonces, que una sociedad regida por el egoísmo del híper individualismo es una sociedad inmensamente rica y desarrollada en términos económicos. Argentina, por ejemplo, llena de egoístas debería ser un portento de riqueza, pero no lo es. Lo anterior se puede explicar porque el egoísmo del argentino es ilimitado, mezquino, mesiánico y pretencioso.
Un egoísmo totalitario e improductivo que rompe con el equilibrio del mercado porque amputa la mano invisible que lo ajusta. El fundamentalista ambiental quiere que su egoísmo se imponga y que nadie vuelva a producir para no contaminar y evitar el cambio climático, considerado hoy como el gran enemigo y la peor desgracia para la humanidad, aunque ha existido desde la pre historia y el mundo no ha desaparecido.
El egoísmo gastronómico del vegano extremista exige que se anule el egoísmo del ganadero, del carnicero y del dueño del steak house. O el egoísmo de la feminista radical que quiere que en el mercado laboral solo le den trabajo a las mujeres y a los hombres que se crean mujeres, anulando el egoísmo de los hombres biológicos.
El progresismo comunista destruye todas las economías porque al implementar sus dogmas desaparece la correlación natural de los intereses de los diferentes agentes económicos e impone por la fuerza el egoísmo del dictador de turno y de sus secuaces. Por el contrario, si los mercados son libres y existen condiciones óptimas de gobernanza, la interacción de los intereses llevaría a la sociedad al máximo bienestar posible.
Los conceptos de la libertad económica, cobran vigencia en la economía argentina del post kirchnerismo porque la sociedad va a tener un gran despertar que significa volver a empezar en medio de las nuevas condiciones asociadas a los cambios estructurales que van a revaluar los paradigmas que se dieron por válidos durante muchos años.
Por lo visto, en la Era Milei, Argentina va a necesitar de altas dosis de ambición, de envidia constructiva y de mucho egoísmo, del bueno, para poder superar a la pobreza, la decadencia, el subdesarrollo y toda la miseria dejada por la herencia maldita del Cártel de los Kirchner.