La estrategia de Claudia Sheinbaum para gobernar México y manejar la relación con Estados Unidos es un juego de manipulación disfrazado de diplomacia pragmática. Ha logrado convencer a la administración estadounidense de que su cooperación parcial en la lucha contra el tráfico de personas, la interdicción del fentanilo y la extradición de líderes criminales es un precio aceptable para no tocar las raíces profundas de la corrupción y la influencia del crimen organizado dentro de su gobierno.
Pero no nos engañemos: Sheinbaum no es una reformadora. Es la garante de una estructura de poder que se alimenta de negocios ilícitos para mantenerse en pie. Su capacidad para “cerrar” el flujo migratorio ilegal y aumentar las capturas de narcotraficantes a conveniencia no es un signo de control legítimo, sino una confesión implícita de que el gobierno mexicano administra estas operaciones criminales en lugar de combatirlas. La realidad es que el Estado mexicano bajo su mando tiene un dominio tal sobre el crimen organizado que puede regular el tráfico de drogas, la trata de personas y la violencia según le convenga en su relación con Washington.
Su verdadero objetivo estratégico es limitar la renegociación del T-MEC exclusivamente a temas comerciales. Cualquier intento de Estados Unidos por ampliar la discusión hacia la seguridad, la influencia de los cárteles o la corrupción política es inaceptable para Sheinbaum, pues pondría en riesgo los cimientos del poder de su partido. Con pequeñas concesiones tácticas, ha conseguido que empresarios estadounidenses, diplomáticos y ciertos sectores de seguridad acepten su oferta en lugar de exigir cambios reales.
Este es un peligroso espejismo. La única razón por la que Sheinbaum puede “entregar” capos del narcotráfico y reducir temporalmente el tráfico de drogas y personas es porque su gobierno permite y controla estas actividades cuando le resulta políticamente útil. La administración Trump debe rechazar esta falsa cooperación. Washington tiene todas las ventajas en esta relación—económicas, culturales, financieras y militares—y debe dejar claro que la cooperación no es un favor que México pueda otorgar o retirar según sus intereses.
Si el gobierno de Sheinbaum amenaza con romper la relación en lugar de comprometerse seriamente con el combate al crimen organizado, Estados Unidos no debería ceder. Ha prosperado sin la economía mexicana antes y puede hacerlo nuevamente. México, en cambio, nunca ha logrado estabilidad sin acceso al mercado estadounidense. Los responsables de formular la política en Washington deben comprender que Sheinbaum no es una aliada en la lucha contra el crimen, sino su administradora. Su estrategia es simplemente una cortina de humo para proteger a los verdaderos beneficiarios del poder en México: los políticos que lucran con el dominio de los cárteles.