El crecimiento económico del 5% en Argentina, en un contexto de caída del consumo, ha dejado perplejos a muchos economistas que, aferrados a modelos de demanda agregada, no logran comprender cómo es posible esta expansión. La visión predominante en el pensamiento económico moderno, fuertemente influenciada por las ideas keynesianas, asume que la reducción del consumo debería traducirse en una recesión. Sin embargo, esta concepción errónea ignora la estructura intertemporal de la producción y el papel crucial del ahorro en la acumulación de capital. Friedrich Hayek advirtió en Precios y Producción que “los procesos económicos no son instantáneos; requieren tiempo, y cualquier teoría que ignore la estructura de producción y el papel del capital está condenada al fracaso”.
El Producto Interno Bruto (PIB) no es simplemente una ecuación contable en la que el consumo actúa como motor de crecimiento. La economía es un proceso dinámico en el que la reasignación de recursos juega un papel fundamental. Cuando una sociedad reduce su consumo presente, no destruye demanda, sino que la traslada al futuro al permitir la acumulación de capital. El ahorro no es una contracción de la actividad económica, sino su prerequisito indispensable. Ludwig von Mises lo expresó con claridad en La Acción Humana: “la acumulación de capital es la fuente última del progreso material”.
A lo largo de la historia, los países que han logrado desarrollarse de manera sostenible lo han hecho a través de la inversión en bienes de capital, no por medio del consumo desenfrenado. Una economía que ahorra destina recursos a la producción de herramientas, maquinaria y mejoras en la eficiencia, lo que permite un aumento en la productividad y, en última instancia, un crecimiento genuino del nivel de vida. Contrario a la visión keynesiana, el consumo no es la causa del crecimiento, sino su consecuencia. La producción debe preceder al consumo; de lo contrario, lo que se está consumiendo es simplemente capital previamente acumulado, sin generar riqueza adicional.
Los efectos de un proceso basado en ahorro voluntario se pueden observar en varias fases. Inicialmente, la reducción del consumo disminuye la demanda de bienes finales, lo que tiende a bajar sus precios. Esto, lejos de ser un problema, permite que los ingresos reales aumenten, ya que con el mismo salario se pueden adquirir más bienes y servicios. A medida que se liberan recursos de sectores de consumo inmediato, estos pueden ser redirigidos hacia industrias de bienes de capital, donde se invierte en tecnología, infraestructuras y procesos productivos más eficientes. La expansión de la estructura productiva resulta en una mayor capacidad para generar bienes y servicios a menores costos, lo que en el largo plazo se traduce en salarios reales más altos y en un crecimiento económico sostenido.
Este proceso se diferencia radicalmente del crecimiento basado en expansión crediticia sin respaldo en ahorro real. En este último caso, la inyección artificial de liquidez genera una ilusión de prosperidad al inflar los precios de bienes de capital y alimentar burbujas especulativas. Sin embargo, estos ciclos de auge y crisis terminan inevitablemente en colapsos financieros cuando se descubre que las inversiones realizadas no son sostenibles sin la continua expansión del crédito. Como explicó Jesús Huerta de Soto en Dinero, crédito bancario y ciclos económicos, “el auge artificial creado por la expansión crediticia termina en una crisis cuando se descubre que las inversiones financiadas no pueden sostenerse sin seguir inyectando liquidez”.
Argentina ha optado por el camino del crecimiento genuino basado en ahorro e inversión eficiente. La reducción del gasto público y el fin del financiamiento inflacionario han generado un ajuste en la demanda agregada que, bajo un modelo keynesiano, debería haber provocado una recesión profunda. Sin embargo, la realidad demuestra lo contrario. La caída del consumo ha permitido la liberación de recursos que ahora pueden ser utilizados de manera más eficiente en sectores productivos. La eliminación de subsidios y regulaciones ha permitido que los precios reflejen de manera más fiel la realidad del mercado, facilitando la toma de decisiones empresariales y promoviendo una mejor asignación del capital disponible.
Un factor clave en este proceso ha sido la liquidación de inversiones público-privadas que solo se sostenían mediante la emisión monetaria. Lejos de ser un signo de crisis, esto representa una corrección necesaria. Muchas de estas inversiones eran proyectos inviables que no generaban riqueza real, sino que simplemente redistribuían recursos de sectores productivos hacia actividades artificialmente rentables gracias a la inflación. Al eliminar estos proyectos y permitir que el mercado reasigne el capital hacia usos más eficientes, se sientan las bases para un crecimiento más sólido y sostenible.
El caso argentino demuestra que la inflación no solo destruye el poder adquisitivo, sino que distorsiona la información que los precios deben transmitir, generando malas inversiones y descoordinación en la estructura productiva. Mises lo advertía con claridad: “la prosperidad no se logra con gasto desenfrenado, sino con inversión prudente y ahorro”. A medida que la economía argentina se ajusta y los recursos se asignan de manera más eficiente, se observa un crecimiento basado en una expansión real de la capacidad productiva, no en burbujas especulativas o consumo financiado con deuda.
Argentina está demostrando que el crecimiento económico no depende del consumo inmediato, sino de la correcta asignación de recursos en el tiempo. Lo que muchos consideran una paradoja es, en realidad, la manifestación de principios económicos bien establecidos por la Escuela Austriaca. Mientras otros países persisten en el error de inflar su economía con estímulos monetarios y fiscales, Argentina ha optado por el camino difícil pero correcto: el de la acumulación de capital, la inversión eficiente y la eliminación de distorsiones. Si persiste en esta dirección, el país podría consolidar un período de crecimiento sostenido basado en fundamentos sólidos, dejando atrás décadas de crisis recurrentes provocadas por políticas keynesianas erradas.