Ya estamos prácticamente a medio siglo del día en el que las Fuerzas Armadas, en un movimiento premeditado y coordinado que fue recibido con gran alivio por amplios sectores de la población, depusieron a María Estela Martínez y su gobierno en medio de un clima de violencia política, tensión permanente, y guerra contra las organizaciones guerrilleras.
Si 49 años no han bastado siquiera para establecer un acuerdo civil generalizado en torno a la sensata afirmación de que la historia se debe contar completa y como lo que fue —no como lo que a uno le enseñaron a repetir, ni distorsionando estadísticas para generar impacto emocional, ni escogiendo un ‘‘bando’’ como si se tratase de un partido de fútbol, ni elaborando una narrativa histórica simplificada y parcial enfocada únicamente sobre aquellos hechos que refuercen una cosmovisión particular o un relato servil a intereses escondidos— , es dudoso que las lecciones mucho más profundas que han dejado los turbulentos años 70’ y 80’ puedan llegar jamás a ser incorporadas, pero aún así es imperativo reproducirlas.
Así como es incorrecto comenzar a hablar de la Memoria, Verdad y Justicia partiendo del 24 de marzo e ignorando los acontecimientos previos que posibilitaron e impulsaron lo ocurrido en esa fecha, también es erróneo suponer que la guerra revolucionaria de los años 70’ surgió de un repollo o era la simple reproducción en Argentina de los planes soviético-cubanos de subversión interna que ocurrían en muchos otros países latinoamericanos como resultado de la Guerra Fría —reducción que, desafortunadamente, parece realizar el por lo demás correcto video-documental de Agustín Laje (Casa Rosada, 2025) que el gobierno ha subido el día de hoy.
En rigor de verdad, la decisión que tomaron muchos jóvenes peronistas y socialistas de volcarse a la lucha armada respondía también a un elemento doméstico y característico de toda la historia argentina: la pretensión del poder político de ocultar bajo la alfombra y por la fuerza una ‘‘inconveniencia’’ que obstaculiza la realización de sus diseños y proyectos de país. En este caso, se trató del movimiento político-social más relevante y caudaloso de la Argentina del siglo xx, el peronismo, cuya proscripción y persecución fue política oficial de Estado desde la Revolución Libertadora en adelante, con mínimas idas, vueltas y variantes hasta el regreso definitivo del líder en 1973.
Pero ese ‘‘problema’’ de la casta política argentina ha sabido verse reflejado también en aquellos disidentes que en el siglo XIX ponían en peligro el gobierno absoluto de los caudillos de las distintas provincias, colorados y azules, y eran por ende perseguidos o expulsados; en los diversos pueblos originarios que, por su mera existencia en ese momento y lugar, desafiaban las concepciones de los ‘‘estadistas’’ de lo que debía ser un Estado territorialmente consolidado y etno-nacionalmente unificado, y eran por ende castigados colectivamente con la exterminación; e incluso en un valor del dólar que se obstina en eludir el disciplinamiento de gobiernos que pretenden tener bajo su control todos los resortes de la economía como si se tratara de la construcción de una torre de naipes más que de un conjunto de interacciones sociales voluntarias que, como en el juego de ‘‘golpea al topo’’, tarde o temprano encontrarán el agujero por el cual hacer salir a la superficie esa ‘‘variable reprimida’’ por el planificador central y su martillo.
Falsificar la realidad tiene sus consecuencias, y es así que si a los peronistas y a Perón no se los dejaba competir en las elecciones como a cualquier otro partido, eventualmente encontrarían una forma de hacerse notar, sobre todo teniendo en cuenta el amplio apoyo popular con el que contaban. Los distintos intentos de integrar al peronismo a la política sin que ello implicara una influencia significativa del movimiento fracasaron en todas las ocasiones, quizás con la excepción del neoperonismo de Vandor —aunque el final que enfrentó este personaje hace difícil llamar a su proyecto un ‘‘éxito’’.
Sea como fuere, la autodenominada ‘‘Revolución Argentina’’ redobló la apuesta represiva, ampliándola a todos los planos de la sociedad —la participación y expresión política, la actividad universitaria, el corte de pelo— y generó en la juventud tal nivel de frustración y tales deseos de rebelión que, al combinarse con nuevas y vibrantes ideas del marxismo latinoamericano como la teoría del foco, hicieron del escenario político argentino una olla a presión de una intensidad que pocas veces se había visto en la historia.
Al estallar en las caras de Onganía, Levingston y Lanusse el hartazgo de la sociedad, con sus virulentas manifestaciones y primeras apariciones de varias de las organizaciones armadas que pronto harían su debut operativo, el retorno del peronismo al poder finalmente se hizo realidad, pero esta vez algo había cambiado: la ‘‘víbora marxista’’ a la que se había referido el efímero interventor de Córdoba, José Camilo Uriburu, había evolucionado más allá del control del propio General, quien a pesar de haber sido el ‘‘bombero piromaníaco’’ (Torre, 2022) que la impulsó en sus inicios por conveniencia propia, no se diferenciaría de sus antecesores en partir de este mundo sin ser capaz de cortar su cabeza aunque lo deseara con todas sus fuerzas.
Para 1974 ya estaba claro que la breve ilusión que muchos jóvenes socialistas tenían de integrar el gobierno de un Perón ‘‘izquierdizado’’ había quedado reducido a cenizas, y luego de regresar a la clandestinidad, las organizaciones armadas como Montoneros y el ERP intensificaron sus atentados terroristas como nunca antes. Bajo gobierno peronista y elegido democráticamente, la tensión entre las fuerzas del Estado y las de la guerrilla se había vuelto más tensa y violenta que en los años anteriores. El fallecimiento de Perón, la huída de López Rega y los decretos de aniquilación de la subversión —que delegaban gran poder de decisión y autoridad para reprimir en las Fuerzas Armadas— fueron los últimos catalizadores que necesitaron los militares para tomar, el 24 de marzo de 1976, las riendas del Estado una vez más con un objetivo central en mente: librar una guerra total contra los terroristas y la ideología de la izquierda —y ganarla.
Por supuesto, siempre que un Estado ve disputado su monopolio de la violencia física eso se debe a una previa debilidad y pérdida de capacidad de mantener el orden y hacer cumplir la ley. Una revigorización del aparato punitivo del Estado y una recuperación de la credibilidad era todo lo que los golpistas necesitaban —tarea que habían comenzado a emprender antes del derrocamiento de Isabelita— , y lo cierto es que entre la inexistencia de garantías constitucionales y un plan económico que —aunque insostenible— a corto plazo estabilizó los niveles de inflación y permitió aumentar el nivel del gasto de las FFAA, la victoria sobre la guerrilla marxista se logró verdaderamente rápido. De hecho, ni siquiera es del todo atinado llamar al conflicto de ‘‘guerra civil’’ como si alguna vez hubiese habido un equilibrio entre los dos bandos de terroristas —en eso también erra el documental difundido por Casa Rosada. Los golpes más duros a las organizaciones armadas habían ocurrido durante 1975, aún bajo gobierno constitucional de María Estela de Perón, cuando el ERP fue diezmado en su intento de copar Monte Chingolo y el número 2 de Montoneros fue capturado.
Efectivamente, las organizaciones armadas ya estaban en franco declive para 1976, pero los militares aprovecharon la ‘‘demanda social de acción’’ y la gran cantidad de poder delegado previamente por los Perón para apoderarse por completo del poder político y desde allí no sólo dar la estocada final a todo rasgo remanente de la guerrilla, sino impulsar, nuevamente y de manera top-down como sólo pueden hacerlo quienes carecen de la capacidad de convencer, sus proyectos de país solicitados por nadie. Tomar el poder a través de un golpe de estado era tan sólo el último paso; la mayor parte del trabajo sucio ya lo había hecho la dirigencia política peronista.
No es del todo justo tampoco poner en relación de igualdad el terrorismo guerrillero con el terrorismo y los crímenes de lesa humanidad llevados a cabo desde el Estado —sí está bien condenar ambas ideologías, métodos, crímenes; pero en términos de escala, cantidad y brutalidad nada puede superar jamás a la combinación letal de un Estado que concentra la mayor suma de la capacidad de violencia física existente en un territorio y una banda de criminales resueltos a exterminar sin el menor escrúpulo a cualquier mínima muestra ya no de subversión sino de disidencia. Una de las moralejas más reveladoras y certeras es que no hay mayor criminal en la historia humana que el Estado-Nación moderno, con sus guerras externas e internas, y el caso argentino no ha sido la excepción.
Es acertado el comentario de Laje sobre la insuficiencia de la teoría de los dos demonios: también debe ‘‘sonar el escarmiento’’ (Anguita & Cecchini, 2021) sobre la casta política, de izquierdas y derechas, que utilizó el poder de manera tan irresponsable durante aquellos años. En toda crisis, tanto política como económica, hay responsabilidad directa de aquellos que la provocan pero no se debe olvidar la responsabilidad indirecta de aquellos que expanden previamente el poder del Estado lo suficiente como para permitir que las posteriores barbaridades tengan lugar.
De manera que lo que era un claro mandato social —aunque no manifestado en las urnas— de recuperar el orden y la estabilidad fue convertido a la fuerza por quienes tomaron el poder en una carta blanca para hacer lo que se les antojase. Sólo luego de la implosión del plan de socialismo monetario de Martínez de Hoz, la presión internacional y local por las excesivas barbaridades y crímenes de lesa humanidad cometidos, y el fracaso rotundo en la Guerra de Malvinas, ese intento desesperado de reavivar la confianza del público en el régimen mediante la agitación de las pasiones nacionalistas —herramienta que al Estado nunca le puede fallar, dado que adoctrina a sus ciudadanos en el culto del Estado-Nación y sus símbolos patrios desde corta edad mediante el control monopólico de los contenidos educativos— , los militares abandonaron el poder y dieron paso al regreso del orden republicano y democrático del cual el país no se ha desviado hasta la fecha.
Ahora bien, las lecciones que los espectadores de los acontecimientos y las sucesivas generaciones han interiorizado de todo ello, lamentablemente, han sido insuficientes o incorrectas.
La primera pregunta que surge al estudiar esta época es la siguiente: ¿cómo fue posible que todo esto ocurriera? La respuesta es más trágica de lo que muchos creen.
La mayor parte de los males realizados durante aquellos años fueron posibilitados, o podrían haberlo sido, por la propia Constitución de la Nación Argentina. Queridos republicanos, no se puede ser tan deshonestos de afirmar que los excesos de la dictadura del 76’ no habrían sucedido si no se violaba la Constitución para ascender al poder y si no se suspendía su vigencia luego.
En primer lugar, porque incluso en un escenario de plena vigencia del orden constitucional, las instituciones no habrían tenido la fortaleza requerida para detener la avanzada del Estado sobre los derechos individuales y las garantías judiciales. No se debe olvidar el grado de anomia institucional que imperaba en aquellos días, tal que la organización a la que se le encargaron las primeras tareas de terrorismo de estado fue concebida de manera impune y secreta en el seno del Ministerio de Bienestar Social a cargo de ‘‘El Brujo’’, o que las violaciones de las garantías constitucionales llevadas a cabo por la organización en cuestión comenzaron a suceder antes de la declaración del estado de sitio en 1974.
Y, en segundo lugar, porque de hecho los pasos más importantes en el sendero de concentración de poder de las FFAA y el comienzo del terrorismo de Estado que luego profundizaría y multiplicaría la dictadura se dieron en 1975 durante el gobierno constitucional de Perón-Perón gracias a que la Constitución otorgaba las herramientas para hacerlo.
Más aún, hasta el día de hoy los poderes ejecutivo, legislativo y judicial han realizado, autorizado o avalado una multitud de actos despóticos y tiránicos contra el individuo sin que sobre el uso y respeto del texto constitucional pesase ninguna restricción —las confiscaciones del Plan Bonex, una tasa impositiva total que supera el 50% de los ingresos y hace a los argentinos más esclavos que libres, y una cuarentena liberticida y eterna son sólo algunas de las cuestiones que los legisladores no parecen haber tenido problema en proponer, los presidentes en promulgar e implementar, y la Corte Suprema en dejar correr.
A esto último se le debe, de hecho, el alto grado de desconfianza y pérdida de legitimidad sufrido por un sistema político que justifica su existencia sobre la base de una serie de funciones que no puede cumplir y busca extenderse a ámbitos en los cuales no puede justificar su presencia. Hay que decir que ese odio o apatía de la sociedad hacia la casta política es totalmente merecido y fundamentado, ya que no es propio de sociedades del siglo xxi seguir atadas a una forma de gobierno tan esclavizante y fracasada como lo es el Estado-Nación republicano y democrático.
Es con casos como estos que uno toma dimensión de lo increíblemente alejados que están los gobiernos actuales de aquello para lo que se los pensó y estableció en sus orígenes. De alguna manera, lo que los contractualistas vendieron al mundo como un buen trato en el que los hombres cedían un poco de su libertad a cambio de seguridad provista por un gobierno, aquel supuesto único actor bajo el cual la fuerza física puede ejercerse legítima y correctamente, se ha convertido en un gigantesco monstruo que pretende encargarse de todos los asuntos de la vida de sus súbditos —la salud, la educación, la jubilación, la cultura— pero al que le cuesta en demasía proveer exitosamente aquel servicio en el cual se excusa para dominar y expoliar a la población.
Que bajo el orden de un Estado-Nación moderno pueda ocurrir lo que ocurrió debería ser suficiente argumento para cuestionarse la misma existencia de tal orden. Pero los argentinos no han aprendido esto de la serie de golpes de Estado y gobiernos tiránicos que han tenido que soportar, sea en forma de dictadura como lo fue con Videla o en forma de democracia como lo fue con Perón —ya que la tiranía no está determinada por cómo llegan los gobernantes al poder sino por qué es lo que hacen cuando se encuentran en el poder.
Es necesario refutar algunas equivocadas concepciones adicionales relacionadas a los años 70’ y 80’. Para criticar a los terroristas de la izquierda, a los dictadores de derecha, y a la violencia política en general, se debe tener las ideas y los argumentos bien claros. No es ese el caso a día de hoy. Las críticas dirigidas a estas tres cuestiones no logran llegar al quid de la cuestión.
En primer lugar, se debe tener en claro que lo que hicieron los montoneros no estuvo mal por el hecho de haber utilizado la violencia, sino porque la razón por la cual luchaban y sus propósitos políticos no justificaban esa utilización. El empleo de la violencia defensiva como resistencia a gobiernos tiránicos fue la base de los movimientos liberadores de independencia que han ocurrido en la mayoría de las naciones contemporáneas y es algo a lo que le debemos el mayor grado de libertad y prosperidad del que gozamos en comparación a nuestros ancestros no tan lejanos. No es esa la objeción más rigurosa a plantear.
Los guerrilleros marxistas merecen condena por las ideas incorrectas que pretendían llevar a la práctica por la fuerza y en contra de la voluntad de todo un país; porque una propuesta de cambio de sistema político no puede hacerse por las armas, ya que eso implica el deseo de imponer al otro una forma de gobierno con la que puede no estar de acuerdo, lo cual nos aleja de lo que debería ser el fin último de la política: un mundo donde las relaciones entre individuos sólo sean voluntarias y se ponga fin a todo uso del poder violento; pero sobre todo, merecen la mayor de las condenas porque no les importó llevarse por delante las vidas de ciudadanos inocentes en el camino a su objetivo revolucionario.
En cuanto a las acciones llevadas a cabo por los militares de la dictadura, fue realmente el menor de los males violar la ley e interrumpir la democracia; lamentablemente decirlo genera rechazo inmediato hoy en día, y debido al trauma que han dejado en la memoria argentina las distintas dictaduras, es hasta cierto punto entendible, pero la democracia representativa—al menos en su forma actual— es una forma de gobierno con problemas tan serios como sus alternativas, y demostrar su superioridad respecto a los demás sistemas de gobierno es un desafío mucho mayor de lo que el discurso oficial haría a uno creer.
No hay lugar para desarrollar esto último con mayor detalle aquí, pero lo que fue verdaderamente aberrante del gobierno militar de 1976-1983 fueron las violaciones a mansalva de derechos y garantías individuales, con los métodos más repulsivos y las formas más sangrientas, que demostró verdaderamente la extraordinaria concentración de poder y fuerza física que las sociedades se han acostumbrado a ceder al Estado en detrimento de sí mismas.
Por supuesto, el caracter sanguinario de quienes ocupaban el poder en ese entonces hizo que los crímenes fuesen mucho más crudos, despiadados, y viles, pero el punto es precisamente que el terrorismo organizado, cometido por el Estado sobre la sociedad —entre cuyos ejemplos más ilustres en los últimos tiempos se encuentra el caso de esta dictadura pero también de la ilegal y tiránica cuarentena impuesta durante la pandemia— es mil veces más peligroso para cualquiera de nosotros que las bombas colocadas por Montoneros, ERP o las FARC, por lo que resulta algo bastante contraintuitivo y antinatural el hecho de que, sabiendo el tipo de maldades que se han realizado y aun se pueden realizar desde el Estado, la ciudadanía se halle tan poco preocupada por eliminar de sus vidas un arma de semejante envergadura y amenaza.
Nuevamente, es cierto que lo ocurrido durante la última dictadura fue algo absolutamente extraordinario y fuera de serie incluso al compararlo con otras dictaduras —aunque fuera de Argentina han habido cosas mucho, mucho peores— , pero es precisamente debido a la posibilidad de que tales cosas puedan ocurrir en un sistema político como el actual que se debe buscar escapar del mismo y evolucionar hacia un sistema más justo. Lo elemental aun no se ha aprendido: el Estado siempre es el actor con mayor capacidad de daño y destrucción de los individuos y sus derechos, y además de ello —o, debería decirse, a pesar de ello— , cuenta con un respaldo cultural importantísimo debido a su capacidad de introducir el culto a su poder y su institución en los programas educativos de todo el país. La amenaza representada por cualquier banda criminal —narcotraficantes, montoneros, motochorros, sea cual fuere— jamás estarán a la altura de la enorme amenaza que representa para un pueblo el Estado-Nación al cual se encuentra sometido.
Por último, creemos que al superar esos años turbulentos hemos superado la violencia política, y que si mantenemos el respeto por la democracia ella jamás volverá. En realidad, la política, tanto en su forma actual como en todas las que ha tomado a lo largo de la historia, es violencia, sólo que bajo el manto de la república y la democracia es una disimulada, escondida, que pretende ser vista como propia de una sociedad civilizada, y en realidad no es menos opresiva ni justificable que aquella de los años setenta. Porque el Estado y su violencia monopólica para hacer cumplir la legislación siguen intactos, porque la división del poder sólo funciona en tiempos pacíficos y sin crisis, porque no hay tal cosa como un contrato representativo en la democracia sino el mero consuelo de poder elegir al menos malo entre varias malas opciones que tendrán el poder de imponer sobre uno su voluntad.
La historia puede entenderse como un constante enfrentamiento entre una casta que tiene el poder de oprimir y someter a los demás a su arbitrio y una sociedad que simplemente desea que se la deje en paz para perseguir sus objetivos en libertad y sin dañar al resto. El más satisfactorio Día de la Memoria, Verdad y Justicia será aquel en el que el 24 de marzo y fechas equivalentes en todas partes del mundo sean un trágico recuerdo de una forma de gobierno violenta que se ha dejado atrás, en el que todas las falacias que se han utilizado para defender un sistema tan diabólico se encuentren desmentidas y expuestas como la farsa que son, y en el que todos los criminales que jamás blandieron la espada del Estado injustamente contra el individuo paguen por sus ofensas o sean recordados como poco más que escoria.
Hasta que no sean incorporadas en la mentalidad colectiva las lecciones más profundas que han dejado los funestos acontecimientos políticos de la Argentina del siglo xx, no habrá nada más en el horizonte del individuo argentino que la servidumbre, el sufrimiento y el subdesarrollo.